Después de años de su consciente descuido intentaré volver a dar algo de vida a este blog. Por ahora este primer tanteo lazariano tendrá más que ver con un esbozo de filosofía de la religión que con una reflexión sobre la propiedad (invoco, pues, a la paciencia de mis lectores). Surge a partir de una búsqueda que hice hace casi un año de estudios sociológicos sobre las relaciones existentes y mutuas interacciones que se han dado entre los desarrollos paralelos del capitalismo y del cristianismo en Occidente.
Cuando
encontré googleando el nombre de León Rozitchner, busqué por ende algo que
resumiera someramente su libro La cosa y
la cruz, esperando encontrar una reflexión filosófica (o política
disfrazada de filosofía) que preví sería errada en puntos clave pero que supuse
no carecería de cierta profundidad. Me equivoqué. Una reseña bastante bien hecha,
y que supongo refleja correctamente el pensamiento del autor, me sirvió para
que la inevitable decepción se hiciera carne. Me sorprendió que, además de tramposo,
el argumento de Rozitchner sea simplemente más de su vieja y ya conocida
retórica anticristiana y una continuación de su abstrusa y psicologizada filosofía
política izquierdista.
No
pude evitar dejar a manera de comentario una respuesta en el blog donde dicha
reseña fuera posteada. Se me invitó a publicarlo como artículo a su vez, pero en su momento no tenía
el debido tiempo.
Aunque un poco extendido y corregido, aquel comentario permanece
casi sin alteraciones, o sea, como un borrador, con todas sus falencias.
Aprovecho,
entonces, este pequeño análisis crítico como material para un post.
Ya vendrán
otros.
Un esbozo
crítico a los principales planteos de La
cosa y la cruz de León Rozitchner
Para
empezar, la primer refutación evidente es que, de aceptarse la hipótesis
roztichneriana, la "esclavitud a Dios" del judaísmo sería mucho más
compatible con la aceptación proletaria del capitalismo que el cristianismo
católico, y sin embargo ni siquiera en entre estos factores podemos encontrar
una correlación que nos pudiera llevar a suponer una relación causal: aunque
las formas primitivas del capitalismo tuvieron cierta relación con el judaísmo
(véase la obra de Sombart al respecto), sólo fue así en el aspecto financiero y
no en el industrial, y no respecto de las clases que se desarrollarían por obra
del capitalismo (ej: la clase obrera industrial), sino respecto a las clases
que serían la simiente de su generación (ej: la primer alta burguesía medieval).
El
cristianismo católico y su ascetismo extramundano influenciaron a todas las
clases sociales, retrayendo el espíritu protoburgués del Imperio Romano (y para
autores como Rostovtzeff una forma cabal de capitalismo urbano) y abriendo el
paso a otra curiosidad occidental: el feudalismo como una de las tantas formas
de relación social (manorialismo en relación con aldeas campesinas,
comunitarismo y/o comunismo rural, etc.) que se volvieron necesarias para el
regreso a la vida agraria y el desprecio a la vida cosmopolita, lo que incluye,
sobra aclararlo, a la vida burguesa.
A
este respecto no tiene mayor importancia que el cristianismo haya posibilitado
el surgimiento del capitalismo a posteriori, en una versión particular del
mismo, sea a través del calvinismo (en la interpretación weberiana) o a través
de cualquier otro marco religioso (como el de la interpretación de Rozitchner).
Si en el seno del cristianismo estaba en germen el desarrollo de dicho marco,
no se deriva lógicamente que el carácter intrínseco del cristianismo sea la
promoción de las condiciones de existencia del capitalismo, de la misma forma
que en la teoría marxista el hecho de que el feudalismo deba ser el germen del
capitalismo no significa ni mucho menos que sea el promotor de las condiciones
de existencia del mismo, ya que precisamente se trata de que generaría su
negación y futura destrucción.
El
cristianismo agustiniano no ayudó directamente, ni al desarrollo de la
burguesía, ni al disciplinamiento del proletariado cuya cosificación confunde
el autor con opresión de una clase por otra en vez de una forma intrínseca de
alienación producto de la revolución industrial.[1]
Pero,
tal vez, la peor parte del argumento de León Rozitchner sea la que demuestra su
total ignorancia para con el más olvidado de sus objetos de estudio: el
cristianismo. Jamás el cristianismo plantea la "ausencia de lo carnal
fundante" en donde tres componentes de la Trinidad estarían "elevados
a la infinitud sin cuerpo". Precisamente es al contrario: Cristo entra
encarnado al reino de los Cielos junto con la misma Virgen María. La inmaculada
concepción permite a María el goce del cuerpo sin caer en pecado. La resurrección
de la carne significa exactamente eso: una eternidad en el mundo, luego de que
la naturaleza haya cambiado. Como bien demuestra Le Goff, no hay religión más
carnal que la cristiana, y no hubo época más corporal que la Edad Media.[2]
Nuestro
filósofo nos quiere hacer pasar el cristianismo por un catarismo, con el solo
fin de hacer un juicio positivo del cuerpo, pero esto, paradójicamente, no en
nombre de un hedonismo dionisíaco y nietzscheano sino en nombre de valores
cristianos que él hace suyos justo luego de despreciarlos (por lo que no son), ya
que sin esos valores el socialismo como intento planificado de emancipación de
los asalariados ya no podría ser un requerimiento ético para los individuos
enfrentados al “destino histórico” del comunismo (de hecho, es el socialismo marxista, y no el liberalismo burgués,
el que requiere de una forma, aunque distorsionada, del ascetismo extramundano).
Frente
al cristianismo medieval, casi todas las demás religiones (y las abrahámicas especialmente) separan cartesianamente al
hombre de su cuerpo, o bien, al ser respecto del individuo (cuerpo incluido),
mientras que en la unión substancial católica medieval[3] el alma es sólo la forma del cuerpo viviente
y consciente, y lo espiritual es la preservación de la forma para luego ser
restituida en un cuerpo mediante una materia de nuevo tipo. En el cristianismo
(al menos el católico) no hay hombre sin cuerpo. En los momentos previos de la
escatología cristiana, todos los muertos están a la espera, sin vida.
Por
otra parte, las demás religiones monoteístas no asocian tácitamente a Dios (el Bien) con el
mayor bien concretado en todas sus formas humanas en sus relaciones interpersonales:
altruismo, piedad, compasión. Porque la materialidad no es sólo gozosa, sino a
la vez trágica sin el auspicio de la intervención divina, es que el
cristianismo (o Dios si se parte de esta fe) resuelve la contradicción mediante
la resurrección de la carne. Es corolario del intento de salvar al cuerpo de la
muerte lo que lleva a la crítica del goce inmanente del cuerpo corrompible, en
función del goce no contradictorio del cuerpo incorrupto. Hay una consciencia
casi freudiana de esta unión entre sexo y muerte que la reproducción de la vida
imprime sobre los hombres, de competencia entre especies y dentro de cada
especie mediante la reproducción sexual y la jerarquización en función de la
competencia de los más aptos. El cristianismo se dirige, pues, dialécticamente,
contra la vida y a favor de la vida (a manera análoga en que el marxismo lo
hace a favor y en contra del trabajo).[4]
En cualquier caso, el mal en el mundo no deja de ser, para el cristiano, algo
contra lo que se debe luchar, pero en ningún caso hay esperanzas de que su
origen pueda ser resuelto socialmente: el egoísmo, la enfermedad y la muerte
son connaturales a "esta" vida. Sólo puede lucharse contra sus
fenómenos a escala humana, y contra los males evitables accidentales o
voluntariamente realizados por hombres por culpa del pecado. La situación que
hace posible el mal en la naturaleza debe ser resuelta física y biológicamente,
y esta resolución no puede depender de los hombres, de su manipulación de los
contenidos de la naturaleza. Y es por esto que el transhumanismo y no el
marxismo es el verdadero desafío para el cristiano futuro. El cristiano espera
en un ente infinito absoluto (Cantor dixit) la perfecta emancipación respecto
de una naturaleza caída: la única forma del hombre de llegar a la perfección,
ya que jamás podrá éste hacerse perfecto a sí mismo (idea esta última que desde
el Renacimiento antropocéntrico comparten los pensadores tanto individualistas
como colectivistas), no tanto por ser el mismo portador del mal, sino por su
misma finitud.
La
máxima cristiana de obedecer a Dios y no a los hombres convierte a cualquier
cristiano que considere opresión al capitalismo en un opositor al trabajo
asalariado (ídem con el socialismo), y como el corolario del agustinismo es el
desprecio por los bienes materiales, cuya búsqueda es necesaria para la
autoperpetuación del capitalismo, tal abandono reaccionario del orden
capitalista se expresa, bien sea en forma contrarrevolucionaria, bien en la
resistencia y poca aceptación que tiene la cultura católica comunitaria del
ocio y la contemplación para con la vida burguesa. Sólo el ascetismo
intramundano del protestantismo calvinista posibilita y fomenta adaptar el
cristianismo a una ética capitalista de austeridad para con el capital y de
sometimiento al trabajo racionalizado en la búsqueda individual del éxito. Y
sin embargo, incluso en este particular caso, sólo apoyándose en un galimatías retorcido
(véase, el freudomarxismo rozitchneriano), se puede encontrar una relación
entre un supuesto olvido de lo sensible por parte del cristianismo calvinista,
y la supuestamente sumisa cosificación del trabajador (cosificación que, por su propensión a ser masificada, tanto
el sindicalismo como el marxismo han utilizado a su favor poniendo a la cosa en contra del capital como
relación social).
El
capitalismo contemporáneo de consumo contra el cual Rozitchner se dirige ya no
se parece en nada al capitalismo del siglo XIX: el presente ha regresado a una
versión reducida del culto pagano al cuerpo (no a su valoración católica)
basada en el placer sexual y en la mayor competencia por la generación de su
deseo, la cual se adapta perfectamente a la asociación entre la negación del
ocio en el trabajo y su recuperación mediante el falso ocio de la cultura del
entretenimiento: la satisfacción narcisista a través de la carrera en las
diferentes competencias, de rango y de consumo, que son parte de la sociedad de
mercado (que considerablemente bien describen Karl Polanyi y Michel Houellebecq).
Es al público de esa sociedad al cual Rozitchner se dirige (y puede hacerlo
debido a que ya ésta está estructurada sobre un contractualismo finalmente
hedonista), intentando sin éxito criticar al capitalismo con los valores
antropológicos de un socialismo (el marxista) que comparte, como versión
saneada de su homo "tecnologicus", todas las premisas del homo
oeconomicus burgués.[5]
O sea, el desprecio cristiano a la vida proletaria parte de la protección del
cuerpo contra la corrupción propia de la dominación de la máquina, mientras que
el marxismo define al hombre en acto (contra el hombre potencial) por su
ubicación social, y por tanto estigmatiza al proletario desposeído, a la única
clase dominada sin propiedad ni capacidad de explotar a futuro, como "pura
negatividad", la negación de la humanidad y así negación de la negación de
la sociedad con clases. Contra los intentos reaccionarios de desproletarizar al
proletariado, el marxismo (cimiento para las premisas metafísicas de Rozitchner) intenta deshumanizarlo al límite de lo posible, en función de agudizar las
contradicciones (o las tensiones leídas como tales), y luego disciplinarlo aun más para acumular capital que sirva a la
construcción socialista.
El mesianismo apocalíptico pasa así del pueblo judío
en espera de universalizarse en la comunidad cristiana de las almas, al pueblo
proletario en espera de universalizarse en la comunidad marxista de los bienes.
Espera que, aunque distinta, ambos desean acortar; sin embargo la espera
marxista –el período socialista o "primera fase del comunismo"– es
una exigencia para el marxismo-leninismo hasta el fin de todas las naciones
capitalistas: el proletario debe pagar por el pecado original de la propiedad y
servir a su destino de martirio revolucionario.
La concepción lineal de la
historia, que exige el paso por un período burocrático (capitalismo y socialismo)
como parte final del viaje histórico de los cinco modos de producción
occidentales, que comienza al abandonarse el edén del comunismo salvaje y
finaliza en el milenarismo del comunismo futuro, resulta así, paradójicamente,
una copia de Marx casi calcada del cristianismo.
[1] Rozitchner
interpreta la disciplina industrial como explotación haciendo una petición de
principio, siendo que la estigmatiza por darse en un contexto de explotación:
nada hay que reprochar, parece, a la feroz disciplina laboral y social de los
países socialistas ¡a menos que acaso también ésta sea el fruto perverso de la
Iglesia Católica!
[3] Y, precisamente,
el desarrollo de este concepto se da en la Baja Edad Media gracias a las
sistematizaciones aristotélicas de Santo Tomás, llevándonos así en sentido
contrario a la tesis de Rozitchner, ya que este momento abre el paso al
capitalismo moderno.
[4] A favor, porque
pretende liberar al trabajo alienado mediante el trabajo creativo, y en contra,
porque más allá de su alienación el trabajo como necesidad del comunismo
primitivo daría paso a la generación de plusvalor expropiable, para luego crear
las condiciones para que el trabajo como necesidad desaparezca en un comunismo
superior. De manera similar, en el cristianismo la vida caída debe ser elevada,
pero a la vez condenada ya que su corrupción crea las condiciones para todas
las formas de pecado, prueba gracias a la cual se podrá finalmente recuperar el
cuerpo en una forma superior a la situación del edén.
[5] La
crítica se hace sin éxito intentando –a la manera marxista– universalizar el
egoísmo patrimonial partiendo de estas premisas antropológicas para que su
colectivización transforme la naturaleza de las mismas. Este “nuevo hombre” debería
lograrse gradualmente mediante la redistribución de recursos y el traspaso de
la propiedad sobre el capital al Estado, siendo que la clase proletaria es
considerada intrínsecamente incapaz de ejercer ningún tipo de propiedad privada
por ser una clase sin economía propia, ni tampoco una propiedad colectiva, ya
que para eso deberá haberse disuelto como clase, cosa que debe suceder en la
colectivización social comunista mediante la abolición de la división del
trabajo.
Si, para Rozitchner, se trata de crear el cielo en la tierra, entonces es natural que perciba que el rechazo de la propuesta (la marxista entre otras) de un paraíso perfecto creado por el hombre implica el reconocimiento (principalmente cristiano) de que sólo puede ser creado por Dios. Y si esto es, a su vez, signo y señal de esa cosificación, entonces la humanización para este autor dependería no de una rebeldía contra la explotación, sino de una revolución totalitaria que debe imponerse a la voluntad de todos, en nombre de, paradójicamente, un hombre abstracto, nuevo, que ésta hará posible (supuestamente en forma no coercitiva), en contra del hombre de carne y hueso (que es el que la realiza), o en contra de la aceptación de que es éste el causante, en su más remoto pero profundo origen, del orden que se quiere revolucionar.
Si, para Rozitchner, se trata de crear el cielo en la tierra, entonces es natural que perciba que el rechazo de la propuesta (la marxista entre otras) de un paraíso perfecto creado por el hombre implica el reconocimiento (principalmente cristiano) de que sólo puede ser creado por Dios. Y si esto es, a su vez, signo y señal de esa cosificación, entonces la humanización para este autor dependería no de una rebeldía contra la explotación, sino de una revolución totalitaria que debe imponerse a la voluntad de todos, en nombre de, paradójicamente, un hombre abstracto, nuevo, que ésta hará posible (supuestamente en forma no coercitiva), en contra del hombre de carne y hueso (que es el que la realiza), o en contra de la aceptación de que es éste el causante, en su más remoto pero profundo origen, del orden que se quiere revolucionar.