jueves, 23 de noviembre de 2006

Propiedad privada, propiedad pública y libertad de prensa

La prensa independiente -cuando no la libertad de prensa- es casi siempre puesta en tela de juicio desde el poder político. Cuando los miembros de la llamada clase política se encuentran fuera del poder no dudan en aclamar a la prensa libre como independiente, y cuando se encuentran en él, la critican precisamente por no ser independiente. ¿Por qué? ¿Qué es la independencia de la prensa? ¿Por qué desde el poder político la prensa nos es presentada como independiente del pueblo y desde la prensa es el poder político el que se nos presenta como tal? Si se hurga en el asunto la pregunta clave tarde o temprano debería aparecer: ¿por qué la independencia para con el poder político es un bien y la independencia para con el pueblo es un mal? Parece una pregunta extraña pero no lo es. En este brevísimo ensayo voy a intentar explicar por qué esa pregunta es el primer paso necesario para comprender medularmente la cuestión de la “libertad de prensa”. Y creo que al explicarlo ya estaré dando la respuesta.

Cuando un gobierno, en especial uno democráticamente electo y/o populista, critica a los medios de comunicación privados qua privados, lo hace desde dos premisas: la primera es que los medios de comunicación forman la opinión de las masas en vez de responder a éstas, y la segunda, que los medios de comunicación privados no responden a los intereses del pueblo representado por el poder público, ya que no han sido “elegidos democráticamente” ni son propiedad del mismo. Las dos premisas son mutuamente excluyentes: si el pueblo es representado por el Estado, entonces este último no puede alegar que las masas son manipuladas por los medios privados de comunicación (antigubernamentales), y si las masas son influidas –o dirigidas si se quiere- por esos mismos medios, entonces el Estado ya no representará al pueblo: la política no reflejaría la opinión pública ahora contraria al gobierno. El populismo se vuelve entonces elitista: los gobernantes sabrían mejor que el pueblo “mentalmente manipulado” lo que es bueno para él. Pero entonces la representatividad a base de elecciones libres es negada por los mismos elegidos.

Se pueden sacar dos ideas en claro de cualquier gobierno que tome esta línea argumentativa: 1) que el pueblo es entendido como masas que no piensan por sí mismas a priori del momento en el que abran los periódicos o prendan el televisor, y 2) que tanto la propaganda privada como la gubernamental influirán sobre dichas masas en igual medida, con lo cual pierde importancia a qué diarios elijan éstas creer y a qué políticos. Lo primero anula cualquier posibilidad de descubrir en el pueblo el conocimiento de sus propios intereses y lo segundo, cualquier seguridad acerca de la representatividad de los políticos democráticamente electos.

Debemos dar un segundo paso (el primero nos llevó a un callejón sin salida) y es preguntarse si el pueblo realmente conoce sus intereses. ¿Los particulares que no tienen representatividad democrática tienen por eso intereses diferentes a los del pueblo? Si es así y a la vez las masas populares no tienen opinión propia, poco importa que un gobierno electo democráticamente controle todos los medios de comunicación, como hemos visto. Si repetimos la misma condición, pero esta vez consideramos que las masas populares sí tienen opinión propia, entonces no importa si una minoría colectiva de gobernantes o si una minoría de empresarios periodísticos privados controla los medios de comunicación, ya que en un caso los gobernantes tendrían una representación pasiva -y perfecta- de la opinión pública y por lo tanto los medios de comunicación coincidirían exactamente con el pensamiento popular (con lo cual no tendría sentido que el pueblo los escuchara), y en el otro, los medios de comunicación privados que no opinaran como el pueblo jamás serían “elegidos”, con lo cual deberían forzarse a sí mismos a publicar lo contrario a sus intereses para poder sobrevivir.

Ahora quedan dos opciones más: si los particulares sin representatividad democrática no tienen por eso intereses diferentes o contrapuestos a los del pueblo y las masas populares no tienen opinión propia, entonces hay muchas más posibilidades de que un medio de comunicación privado sepa cuáles son los intereses del pueblo, que de que lo sepa un grupo político que se arroga representar la voluntad de masas que no tendrían voluntad. Y, finalmente, la última opción sería idéntica, sólo que las masas populares también tendrían opinión propia: en tal caso tendría más sentido para el pueblo escuchar a medios de comunicación privados con ideas diferentes a las propias, que no por eso serían contrarias a sus intereses (al contrario, podrían serlo en mayor medida).

Y he aquí que la primera pregunta sobre si el pueblo puede conocer realmente sus intereses comienza a contestarse: el pueblo puede equivocarse sobre cuáles son sus mejores intereses con independencia de si piensa o no por propia cuenta, y con independencia de si los particulares por ser tales tienen intereses contrapuestos o no a los del pueblo. Si el pueblo puede equivocarse, los medios de comunicación privados ofrecen una alternativa.

Vemos que este razonamiento nos pide una resolución inmediata, pero nos distrae de la verdadera pregunta: ¿por qué la independencia para con el poder político es un bien y la independencia para con el pueblo es un mal? El final del párrafo anterior no es más que la postura a favor del pluralismo de un liberal con prejuicios socialistas como Mill que necesitaba justificar el individualismo en nombre del interés colectivo del pueblo. Llegamos a la misma conclusión que él, pero nos equivocamos en un “detalle”: ¡el pueblo no existe! O, mejor dicho, no existe una colectividad total de perfectos intereses comunes -con una única voluntad general respectiva- que pueda llamarse pueblo. Los intereses que integran el pueblo pueden armonizarse, pero entonces se identificará al pueblo con los intereses particulares. Cualquier apelación al pueblo como totalidad de intereses contrapuestos a los de los particulares es ya separar a estos últimos del conjunto, fragmentación que no responde a la realidad: el resto no discriminado como impopular -lo que queda de “pueblo”-, también tiene intereses particulares que pueden ser igualmente contrapuestos a los de los demás individuos. El carácter privado de los intereses personales no va en contra de un interés popular colectivo porque, sencillamente, éste no existe. Como mucho irá en contra de los intereses de otros particulares (sin la variable tiempo, con la que recién se pueden ver los productos de la cooperación por intercambio, todos los intereses -vistos como beneficios materiales y no como derechos a lo propio- se contrapondrían en un juego de suma cero). Los intereses particulares son todos contrapuestos a los del pueblo entendido como colectividad altruista (vale repetir: aunque no exista). Cuando un gobierno populista habla en nombre de ese colectivo popular resulta ser él quien pasa a tener intereses contrapuestos a los del pueblo real, aun cuando sinceramente intentara evitarlo. ¿Podemos oponernos al gobierno cuando sus planes favorecen al pueblo? Si lo hacemos ¿nos volvemos enemigos del pueblo por ser opositores? No, porque todos los particulares son parte del pueblo mismo, incluso quienes se oponen a la mayoría. Y dos veces no, porque el interés del pueblo no existe y el interés que tiene valor es el de sus miembros individuales que no pueden disolverse en una cuantificación. Un gobierno no puede beneficiar a todo el pueblo simultáneamente. No es necesario entonces argumentar que podemos tener una idea más acertada de cual es el interés popular, o que, porque podemos creer que el pueblo y su gobierno van por el camino equivocado, tenemos el derecho de advertirle mediante la prensa libre. Podemos -y debemos- oponernos sólo en nombre de nuestros propios intereses particulares y no, en los del resto de la población. La última palabra sobre los intereses de los demás particulares estará en ellos, no en nosotros (podemos comunicarnos con ellos, advertirles acaso, si creemos que tal cosa nos conviene, pero sería injusto si esto nos perjudicara). El gobierno no se verá obstaculizado por una opinión salvo que esta se generalice, cosa que correrá por cuenta de los demás. Y si es obstaculizada la voluntad de la mayoría cabe preguntarse si lo que se detiene es la voluntad de los particulares mayoritarios de hacer con sus vidas lo que deseen, o la voluntad de los particulares mayoritarios de hacer con vidas ajenas lo que desean colectivamente. Esto último se hace necesariamente por medios políticos y no civiles; por criterios arbitrarios de justicia distributiva y no contractuales criterios de justicia conmutativa. Se ha dicho bien que la democracia son “dos lobos y una oveja decidiendo que se va a comer”, y que la libertad es “la oveja con un arma impugnando el voto”. Pero esto no quita la libertad a los lobos, como no se la quitaría a las ovejas ser mayoría y no decidir democráticamente qué se va a comer: dos ovejas también pueden defenderse de un lobo sin necesidad de elegir democráticamente la alimentación de este último. La justicia, lo justo, es, me temo, algo que no puede delimitarse mediante papeles de votación; sólo puede descubrirse previamente -y esto pretendo demostrar hacia el final- por las líneas que separan perimetralmente una propiedad obtenida sin uso de la fuerza de otra obtenida de igual forma.

Es hora de contestar la pregunta, que ahora que podemos contemplar desde un ángulo diferente, notamos estaba mal formulada y que fue la palanca para movernos a través de este artículo: la independencia para con el poder político es un bien no porque la clase política pueda encontrarse desconectada de los intereses del pueblo entendido como un todo colectivo, sino porque la clase política no puede jamás representar los intereses de los particulares que lo forman. Estos intereses particulares de la sociedad civil se verán satisfechos en tanto sean independientes de cualquier abstracción colectivista: sea “el Pueblo”, entendido como un colectivo único, sea el gobierno que es el único con poder de representar algo que no existe. Precisamente es esta similitud entre el carácter colectivo-coercitivo del poder político (que no representa a sus miembros sino a quienes mejor lo disputan por uso de la fuerza: los jefes políticos de turno) y el de la abstracción colectivista de las “masas populares”, la que hace que la independencia con respecto al mundo público sea casi una exigencia de los individuos para ser libres. Si la libertad existe entonces no puede ser sino privada. La libertad de prensa no es más o menos valiosa porque ponga un freno al poder político en nombre del pueblo. Si así fuera de poco valdría. Lo importante de la libertad de prensa es, precisamente, que la prensa no representa otra opinión que la de quienes la crearon, o sea: sus propietarios particulares. Y libertad de prensa significa que todos los particulares tienen derecho a formar con su propio trabajo los medios de comunicación periodísticos que deseen, así como los periodistas tienen el de participar como empleados, si se quiere, en donde compartan sus puntos de vista (lo que no significa que puedan exigir libertad de opinar algo diferente en los medios que los contratan, usando así el dinero de otros contra su voluntad).

¿Es valiosa entonces la libertad de prensa? Lo es como cualquier otra libertad que es parte del derecho de propiedad privada (donde la libertad es a la vez formal -cabe recordar que forma no es lo mismo que apariencia- y real -libertad de facto entendida como derecho a lo obtenido por ciertos medios y no derecho a la obtención de algo con independencia de los medios-). En tanto tal es valiosa. Su relación con el poder político importa sólo cuando el poder subsidia en forma deficitaria a los medios de comunicación con empresas estatales de cualquier tipo. En todos los casos estas falsas empresas sin criterio de ganancia utilizan la propiedad ajena, vía impuestos, en nombre de esa hipóstasis colectivista del Pueblo con mayúsculas para fomentar la creación de un pseudo-mercado de ideas que de otra forma no sería autosuficiente. Ahora bien, si el pueblo colectivo no existe como tal ¿acaso no existen las masas? Sí y no: existe el comportamiento de masas. Precisamente las masas que tienen opinión propia dejan de ser masas: la opinión surge de los individuos. Con esto resolvemos la cuestión de los primeros párrafos. El “cuarto poder” sólo podrá tener poder en tanto y en cuanto sus espectadores actúen como masas (con intereses públicos) y no como individuos (con intereses particulares), y en tanto tales masas se impongan a otros particulares a través de la fuerza (más bien, del inicio de la fuerza), o sea: de la violencia del poder político. El único interés perverso que podría tener un medio de comunicación es el de fusionarse con el poder político a través de las masas. Y por esto es que un gobierno jamás podría acusarlo.

La ventaja de comprar un periódico o ver un noticiero por televisión es la de acceder a información que el individuo sencillamente no podría haber obtenido por propia cuenta; acceder a opiniones diferentes que otros individuos pueden elaborar porque dedican su vida a ello. Pero esto no reemplaza la independencia crítica de quien compra la información o las opiniones. El político tiene el derecho, si así lo desea, de comunicarse directamente con la población en general, con sus propios medios, y cada ciudadano podrá confiar o no en su opinión, sacar sus propias conclusiones u optar por escuchar -crítica o acríticamente- las opiniones de los periodistas, quienes se ganan la vida escrutando a la clase política. El empresario de periodismo político tiene a su vez el derecho, si así lo desea, de comunicar sus opiniones sobre dicho político y sobre sus palabras. Y todo ciudadano tiene el derecho de opinar libremente y elegir, y si algún particular con voluntad periodística considera, tal vez junto a otros ciudadanos, que falta una opinión por dar, entonces formarán otro medio de comunicación, que alguna parte del resto de la población escuchará si quiere.

Lo importante es que en una economía libre, que es condición para la libertad de prensa, todos consumirán lo que les venga en gana, estén equivocados o no. Nadie, salvo los propios consumidores para sí mismos, tiene derecho a decidir qué se consume y qué no, y cada uno tiene libertad de elegir, siempre y cuando lo haga con su dinero. Aunque no guste a la mayoría de los políticos, aunque no guste a la mayoría de los periodistas e, incluso, aunque no guste a la mayoría de los ciudadanos. En caso contrario, los últimos pagan el precio de esconderse tras el anonimato de las masas, los segundos, el precio de fomentarlas con el sueño de ser sus líderes mientras que no pueden ser sus jefes, y los primeros, los jefes, el precio de tener que sobrevivir en una jungla de conspiraciones en donde quien ruge más fuerte dice representar a la selva entera.