viernes, 1 de junio de 2007

La propiedad privada como libertad y liberación

Hacia una síntesis entre el liberalismo clásico y el anarquismo de derecha.

En esta segunda recopilación de cavilaciones planteo mi casi intuitiva idea de que existe un nexo comunicante, en ambas direcciones, entre el orden espontáneo y el principio de no-agresión. Desgraciadamente los defensores de la propiedad privada en base al primer principio suelen no llevarse bien con los que la defienden en base al segundo. Los primeros acusan a los segundos de conservadurismo estatista, y los segundos a los primeros de constructivismo social. Deberían ver que una realidad no puede subsistir sin la otra: no sólo se evoluciona hacia el principio de no-agresión, sino que a la vez es este principio el que posibilita la evolución misma.
Tomándose en cada caso individualizado, la propiedad privada no es sino la otra cara del reconocimiento de un vínculo entre un bien particular y un individuo particular que debe ser perpetuado defensivamente. Esto no es otra cosa que el principio de no-agresión. Al mismo tiempo no denominamos a cualquier cosa como orden espontáneo, sino sólo a aquel orden complejo que se produce inintencionadamente como fruto de acciones individuales voluntarias no dirigidas, colectiva o parcialmente, a intentar diseñar el orden social. Pero resulta que los individuos actúan voluntariamente cuando sus decisiones son generadas y tomadas en forma autónoma. Cuando se suprimen todos los agentes autónomos, automáticamente es necesaria una fabricación centralizada de la sociedad, y, viceversa, una ingeniería social completa de la sociedad implica la supresión de la toma de decisiones individuales. La voluntariedad en la acción humana depende de la libertad exterior negativa, y ésta a su vez depende de que la toma de decisiones de cada individuo no sea agredida directamente. Esto significa que no debe darse ni alguna forma de coerción psicológica cuya raíz sería el inicio de la fuerza física invasiva, ni tampoco indirectamente a través de la amenaza del inicio de la fuerza física, o sea, de la amenaza de agresión. Pero esto hace dependiente al orden espontáneo de una noción de voluntariedad que, más allá de las discusiones sobre el libre albedrío y el determinismo, será siempre dependiente a su vez del principio de no-agresión. A mayor aplicación de este principio, mayor será la esfera de espontaneidad del orden que queramos "generar". Las postura liberal clásica hayekiana y la anarcocapitalista rothbardiana no deberían ser entonces mutuamente excluyentes, aunque postuladas como están es inevitable. Pero esto es así, creo, por algunos errores en las premisas que, como se ve, no están en sus postulados básicos, sino que por el contrario entran en contradicción con estos.

En todo cambio hay algo que permanece para que podamos afirmar que algo cambia. La propiedad privada ha tomado y todavía hoy toma diferentes formas, pero en todo momento su naturaleza permanece siendo la misma. Veamos por caso la propiedad feudal. Creo que no habría que confundir cierto feudalismo contractual con el estereotipo que tiene la modernidad del feudalismo medieval occidental. El feudalismo puede -o no- ser contractual, pero es importante saber que puede -pudo, de hecho- serlo. Y obviamente no hay verdadero contrato donde uno de los contratantes amenaza al otro con el inicio de la fuerza. Esto es cierto, pero tal amenaza no depende directamente de que los contratantes no tengan fuerza suficiente para aniquilarse mutuamente, sino de que la disparidad de fuerzas se use con ese objetivo. Ahora bien, así como se han elaborado muchos mitos sobre el desarrollo del capitalismo industrial (sobre los mismos recomiendo leer El capitalismo y los historiadores de Hayek y otros trabajos de sus co-autores: La revolución industrial de Ashton, La contratación colectiva de Hutt, El desarrollo de la economía en los Estados Unidos de Hacker o La ética de la redistribución de De Jouvenel), también se han tejido otros tantos sobre el feudalismo, el aristocratismo e incluso el manorialismo (recomiendo Monarquía, democracia y orden natural de Hoppe, Reinado y ley en la Edad Media de Kern, Comunidad y poder y el capítulo “Feudalismo” de Prejuicios de Nisbet, Ciudades medievales de Pirenne y La ciudad de Weber, que es parte de Economía y sociedad), por no hablar de la historia de la propiedad privada (recomiendo Propiedad y libertad de Pipes y La ciudad antigua de Fustel de Coulanges). Como sea, si bien es cierto que las relaciones entre propietarios privados exigen que no medie agresión entre las partes, también es cierto que ha existido defensa de la propiedad privada mezclada con su supresión para individuos específicos, en ciertas áreas, o en todas, como es el caso de los diferentes grados de esclavitud. Pero la esclavitud, así como las formas menos contractuales de feudalismo, son relaciones de coerción o coacción, y por ende extraeconómicas. Defender el derecho de propiedad privada sobre un esclavo también implica el principio de no-agresión sobre el esclavista, pero implica a su vez que el principio de no-agresión se viole sistemáticamente para el esclavo, esto es, contra su derecho a la propiedad privada, su derecho a la defensa contra la agresión. No es la defensa de la propiedad del esclavista contra otro individuo la que posibilita la esclavitud privada, sino su violación selectiva: la posibilidad de institucionalizar la agresión, sea socioculturalmente y por vía consuetudinaria, y/o políticamente -en el concepto restringido de política- por vía del Estado. El hecho mismo de que el esclavista requiera un título de propiedad significa que no tiene dominio sobre la sociedad de la cual necesita un reconocimiento. Su poder también está subordinado al mercado; el problema es que los esclavos están excluidos del mismo, precisamente por no ser considerados humanos con derecho a la propiedad privada, incapaces de ser libres y autónomos. Pero debe recordarse la crucial diferencia con respecto a los “feudalismos” de Estado y las esclavitudes burocráticas asiáticas, cuyas instituciones se sostenían enteramente por la violencia sobre la sociedad, y las posesiones se dirimían no por derechos de propiedad sino por las disputas públicas dentro del poder político y en última instancia según la fuerza bruta disponible. En tal caso el poder no se halla subordinado al mercado sino a la inversa. Veremos por qué esto es importante.

Dentro del poder colectivo (o sea en el Estado en sí mismo) todo está planificado y diseñado. Y cuando el poder colectivo absorbe el orden social (o sea cuando la sociedad civil queda dentro del Estado) entonces toda la sociedad estará siendo planificada y diseñada. Con la planificación revolucionaria y política de la sociedad civil, una ideología reificadora de lo público, como es el marxismo, promete solucionar la subordinación de la organización sociopolítica (de todas sus clases) al orden espontáneo (orden que, dentro de un proceso historicista, confunde con todos los elementos de la historia de Occidente). En parte tiene razón al hablar de tal subordinación y de la forma de solucionarla: la organización social pasa del reino de la necesidad al de la libertad, pero lo que al marxismo se le escapa es que esa “necesidad” no es el producto combinado de la división del trabajo con el desarrollo tecnológico; esa “necesidad” es producto de la acción humana individual que, en un entorno gregario, genera, al confrontar la realidad, tanto la división del trabajo como el desarrollo tecnológico. Parafraseando una vieja frase: el libre desenvolvimiento de cada uno (como individuos) es condición de que no haya libre desenvolvimiento de todos (como organización social). La actividad individual autónoma es la que crea la necesidad que el marxismo quiere solucionar con un constructivismo social, y cuando lo hace, cuando lleva al poder semejante solución, como contracara de hacer pasar a la sociedad del reino de la necesidad al reino de la libertad, pasa al individuo del reino de la libertad al reino de la necesidad. Es ciertamente un mito que el entorno social librado a su suerte condicione en mayor forma las acciones individuales: el orden espontáneo en su conjunto no se ordena bajo coacción violenta ni bajo una cadena de mando y obediencia, sino que en cambio debe excluirlas para existir. Los límites a la actividad individual positiva de hecho existentes en todo orden espontáneo, son puestos, precisamente, por los mismos individuos entre sí, al delimitar interpersonalmente la esfera negativa de las actividades que no implican el inicio agresivo de la fuerza contra la voluntad de otros. Dentro de la esfera de no-agresión los hombres son libres de otros hombres en forma absoluta. Es la liberación individual. Los límites a la actividad individual que sí implican opresión de unos individuos por otros, no son consecuencia de proteger la espontaneidad del orden social ni de “no imponer una planificación liberadora”, sino que, por el contrario, son consecuencia de que, por razones extraeconómicas, no todos forman parte del orden espontáneo (lo que no implica que tal orden sea menos espontáneo). La fuerza que hace posible la esclavitud de unos individuos que no forman parte del orden espontáneo, por otros individuos que sí forman parte del orden espontáneo, es la misma fuerza que el constructivismo social supuestamente liberador amplía e impone a todos los individuos: la violencia.

Para el marxismo en las sociedades no planificadas conscientemente por culpa de que los individuos se encuentran dispersos por la división del trabajo, se forman clases dominantes y dominadas (recuérdese: no se habla de planificadoras y planificadas, ya que la forma de su dominación les es ajena), y todas las clases se encuentran subordinadas por necesidad a un proceso evolutivo de modos de producción ligados dialécticamente al desarrollo de la tecnología, esto es, a las fuerzas productivas. En la visión del mundo que tiene el marxismo, la violencia (la violencia, véase, como medio de apropiación de los miembros de una clase sobre el capital ajeno) no produce la dominación, sino que es la dominación la que produce la violencia. La violencia a su vez es la que produce la explotación, aunque la dominación –a su vez determinada por el progreso histórico- determina la forma de la explotación. En todos los modos de producción la violencia es la explotación misma (plus la violencia pública que estaría al servicio de garantizar el orden social de dicha explotación), salvo en el peculiar caso del capitalismo donde la dominación misma (!) es la explotadora y no la violencia (con lo cual sólo queda la violencia pública para garantizar el orden social de esta supuesta “explotación” históricamente anómala).
Resulta que -y recordemos que el marxismo nunca dice esto con estas palabras, aunque sí con otras- cuando el estatismo absorbe parte de la sociedad (como en el caso socialdemócrata), por la necesidad de subordinarse a la economía todavía se encontraría al servicio de las clases dominantes y dichas clases seguirían condicionadas por su propia posición en la producción gracias a que la evolución histórica no ha sido planificada. En cambio, cuando el estatismo absorbe a toda la sociedad y se vuelve socialismo, todos deben ser violentados colectivamente, todos se vuelven esclavos, y entonces nadie sería esclavo de nadie, porque no hay amos: todos serían libres (¿autoesclavizados?). Las clases dominantes y dominadas, antes sometidas a la inercia de las fuerzas productivas, ahora desaparecen junto con la sociedad civil. Y, para el marxismo -detalle interesante- las clases políticas no tienen autonomía con respecto a la sociedad civil, con lo cual si esta desaparece, también éstas desaparecerían: no podrían transformarse en clase dominante planificadora (esto exige un comentario posterior y que es, además, a donde quiero llegar)
En fin, que para el marxismo la comunidad organizada se libera de las cadenas de la necesidad histórica a través del orden consciente y planificado. Y ese estatismo sólo puede generarlo la clase proletaria obrero-industrial, que no tendría modo de producción propio, que no podría establecerse como futura nueva clase dominante, que es la única que puede sobrevivir y que por ende definiría el fin de la historia, o de la prehistoria. El marxismo hace del orden espontáneo occidental un paso necesario (o una suma de varios pasos necesarios: los modos de producción privados) para el desarrollo de las fuerzas productivas mediante la división del trabajo, pero una vez que éstas se han desarrollado, pretende abolir dicho desarrollo, o sea, dicha división del trabajo. ¿Sería acaso el fin de la creatividad tecnológica? ¿La industria se autorreproduciría sola? Le dejo el tema a Mises quien ha descubierto este talón de Aquiles hace mucho. La cuestión es que, en el historicismo marxista, la clase obrera se transformaría en la totalidad del pueblo, y la totalidad del pueblo en clase política de sí misma, o sea, de sus miembros individuales. ¿Podemos hablar de los esclavos del pueblo? Aparentemente no desde un colectivismo metodológico (no mezclar necesariamente con holismo), pero resulta que incluso así se podría: si lo colectivo es algo diferente a los individuos mismos, entonces los individuos podrían ser esclavos de la colectividad que formaran. El individualismo metodológico, obviamente, dirá que esto es imposible, y en parte es cierto. Bien decía Weber en “El socialismo” que la clase de los planificadores sociales ocuparía inevitablemente el lugar de una dominación política imposible de una clase sobre sí misma. Yo prefiero hacer una síntesis: es cierto que nadie puede ser esclavo sin un amo, pero nos olvidamos que el Estado puede ser un amo impersonal: es público. No importa que su clase política esté formada por todo un pueblo proletario, por una junta de planificación (popular o no popular), por un grupo de burócratas administrativos, por un partido bolchevique o por un dictador socialista. Dentro del poder político colectivo un grupo de seres humanos puede mandar, pero el mando se conserva por el poder, y el poder depende de una fuerza, carismática o física, que es siempre cuantitativa e impersonal. Paradójicamente sólo una entidad colectiva de este tipo puede hacer que el pensamiento humano (que siempre es individual) organice y diseñe toda una sociedad. En cambio en una entidad privada, esto es, ligada a individuos particulares en forma fija por el reconocimiento social (y no a los individuos más fuertes por el reconocimiento comunitario) no puede diseñar a su vez a la sociedad. En pocas palabras: con el poder público uno puede volver el pensamiento humano diseñador artificial de una sociedad, pero dentro del poder público (que es una organización) ya no se puede tener en sociedad una vida privada de acuerdo al propio pensamiento, ya que la sociedad se ha politizado y transformado en una planificación violenta y sistemática de la que nadie, ni siquiera el dirigente, puede escapar. Si el dictador quiere ser libre sólo lo podrá ser mandando. En cuanto deje de mandar la organización lo podrá reemplazar, y todos estarán peleando por el cargo mayor. El poder es su posesión pública, no su propiedad privada. Ya no es el derecho el que reina, sino la fuerza total la que gobierna. El Leviatán deja en soledad al Big Brother -y supongo que más de un dictador totalitario como Kim Jong Il lo sabe por experiencia propia-. La sociedad civil es al orden espontáneo horizontal de los agentes privados, lo que la sociedad política al orden planificado vertical de los agentes públicos. Son casi dos naturalezas subsumidas en una.
Por todo esto, cuidado con las confusiones: no es lo mismo una propiedad privada feudal sobre las armas, que una propiedad pública. La segunda administración es, por lejos, mucho peor y ha llevado, sin necesidad de llegar al socialismo, a un estatismo gracias al cual por primera vez en la historia el oficio de las armas se volvió una extensión directa del poder, burocratizada en términos weberianos, y por ende sometida a una suerte de “tragedia de los comunes” debido a la cual cada Estado luchó –y triunfó- en su absorción de la sociedad civil: con los estados-nación ahora se podía usar de los ciudadanos como carne de cañón para el servicio militar, y siendo todos empleados públicos no tenían interés directo en cuidar o pelear por sus conquistas excluyendo al resto y haciendo de la defensa una elite, sino en conseguir más reclutas por la fuerza (nadie resumió esto mejor que Bertrand de Jouvenel en Sobre el poder). Tampoco es lo mismo poner entre comillas una relación que podría no ser enteramente voluntaria por ambos contratantes, como en el caso de cierto feudalismo, como cualquier otro tipo de relación en el mercado. A menos, claro está, que, como los marxistas, consideremos que puede haber una "coerción económica", no violenta, además de la coerción extraeconómica propia de los otros sistemas económicos: asiático, esclavista, feudal -el cual en realidad no existe porque el feudalismo es una forma de defensa, la producción siempre fue económica, bien potencialmente en el marco agrario-manorial o de facto entre los campesinos independientes, bien sea directamente burguesa, entre empresarios "maestros" y asalariados "oficiales", o fuera de las corporaciones gremiales. Ambos fueron formas restringidas, parasitadas o reguladas, de capitalismo preindustrial y por ende preproletario, y que no llamo "modos de producción" porque en realidad el hecho mismo de la producción y el trabajo útil depende del manejo empresario del capital el cual, como el mercado de precios y salarios, es ahistórico. Burguesía y economía son, en realidad, sinónimos (espero no tener que aclarar que, estrictamente, los burgos, propios del medioevo, son precapitalistas en el sentido moderno, y que llamar ya burgués a un capitalista y/o empresario industrial del siglo XIX es, en el fondo, un error “aceptable”, siendo que el carácter burgués de la actividad comercial y empresaria fue siempre propia de la clase media, con lo cual sobra decir que la definición que estoy usando es amplia, y no inadecuada como suele suceder)

En resumen: sin que medie coerción o coacción, en un marco social de división del trabajo, los agentes individuales de una sociedad sólo pueden proponer los propios fines individuales a cambio de satisfacer otros fines individuales. A menos, claro está, que pretendan apropiarse de toda la sociedad y por ende hacerse cargo de ella y organizarla (ser socialistas), o apropiarse de parte de sus intercambios y parasitarla (ser estatistas). Y esto es así porque los individuos difícilmente pueden ser unidades autosuficientes, y sus potencialidades creativas sólo pueden volverse en acto en un marco, primero gregario y luego social, que desarrolle una formación cultural evolutiva. Es decir, la sociedad, en sus márgenes no estatizados, es producto de acciones individuales que no planifican pero espontáneamente generan un orden, el que a su vez, por su existencia, posibilita el desarrollo del lenguaje y la cultura y, por su adaptación institucional al comportamiento individual, posibilita la autocreación de dichos fines personales. En la medida que la sociedad, que siempre fue producto espontáneo evolutivo de las acciones interpersonales, subordina los fines individuales a un constructivismo colectivo, cesa de evolucionar. Los tribalismos colectivistas, y los "modos de producción asiáticos" -como los llamara Marx-, son la prueba.

Cabe agregar que los Estados son unidades, que más que menos, "esencialmente" autosuficientes -en términos de la filosofía política clásica, antigua pero en muchos aspectos bastante más madura que la moderna-. No forman parte de ninguna división del trabajo, con lo que sus acciones intencionadas no producen un orden social inintencionado que sea a su vez la base en la cual subsisten como unidades individuales. De hecho las relaciones socioeconómicas se dan mayormente entre los individuos de los diferentes estados más que entre los estados mismos. Estos últimos, como mucho, podrán comerciar tal o cual cosa pero su intercambio no será connatural a su existencia. En cualquier caso, el poco orden espontáneo que se generaría sería por fuera de los estados, no dentro. El orden espontáneo dentro de los estados -dentro de la división del trabajo- es el que importa, y éste depende de las posibilidades que den esos estados a sus miembros, y en tanto lo hacen reducen su esfera de actividad dando espacio a lo que llamamos sociedad civil. Ahora bien ¿qué sucede con las unidades individuales dentro de los estados? Pues bien, son unidades sociales cuyos fines individuales se orientan en relación con otras acciones individuales. No se comparan con los estados porque no son unidades armadas que pudieran generar micro-estados menores autónomos en conflicto (de hecho las unidades armadas con pretensiones de no subordinarse al marco espontáneo del mercado son las que dieron origen a los estados, hecho más que probable en economías de poco intercambio y bajo grado de especialización en la división del trabajo). Al no serlo, no pueden imponer sus fines individuales sistemáticamente al resto (lo cual a la larga requeriría que el agente agresor se convirtiera en jefatura responsable de una comunidad organizada y por ende en un Estado a la larga codependiente). Las mafias, a diferencia de las guerrillas, son productos casi reactivos del Estado: parecen semi-estados pero intentan ser anti-estatales, pretenden un espacio de monopolio de la violencia pero no lo exigen completamente, ya que no pretenden planificar el espacio de la sociedad en la que actúan. Son un producto de una prohibición por parte del Estado de relaciones interpersonales en las que no se involucra el inicio de la fuerza o la amenaza del inicio de la fuerza (véase el ejemplo clásico de la “ley seca” en Estados Unidos u hoy la prohibición de la venta de estupefacientes). O sea, la prohibición violenta de relaciones contractuales, en vez de la prohibición violenta de relaciones violentas. Estas últimas relaciones se definen por la subordinación necesariamente violenta de unos individuos a otros, mediante la subordinación de unos fines individuales cuya realización depende de medios creados por quienes elaboran los fines, a los fines de otros individuos que no los crearon.
En pocas palabras, las mafias son una adaptación al mercado, por fuera de la ley. El Estado entra en conflicto con el orden espontáneo, y el orden espontáneo genera sociedades armadas conflictuales, pero cuyo único fin es combatir el espacio coactivo del Estado en una esfera particular. Al servir al mercado, estas sociedades reciben recursos para subsistir mediante la violencia, que fácilmente pasa de ser defensiva a agresiva, pero que no tiene por naturaleza la intención ni la capacidad de reemplazar al Estado, y cuya existencia se subordina, en última instancia, a cierta demanda insatisfecha del mercado por culpa de las restricciones del Estado.

Mises no llegó a aceptar la idea de abolir el Estado, pero su rechazo de la anarquía -casi entendida como caos- partía de la creencia en que no había otra forma de evitar una violencia mayor que con una violencia menor plausible de ser monopolizada. Más precisamente, su razón era la creencia de que la defensa, esencial para el mercado, era un bien público cuya naturaleza era la administración burocrática contra la administración empresarial. Su espacio era ése y sólo ese. Como fuera, sería un falacia no formal considerar que no se puede ser a la vez “ancap” y miseano -en el sentido del pensamiento general de Mises como se presenta en La acción humana- sólo porque Mises no quería acabar con el Estado. La cuestión es más complicada, y precisamente la posición de Mises, dentro de la Escuela Austríaca, conecta bien con las correspondientes de Hayek y Rothbard, no por su neutralidad sino porque contiene potencialmente la posibilidad de la unificación de éstas.

Todos están en contra del inicio de la violencia y en base a la naturaleza defensiva de la propiedad privada defienden esta noción extendiéndola a la apropiación.
Los anarcocapitalistas, con razón, le dicen a los liberales clásicos que incluso el Estado mínimo inicia la violencia, ya que para asumir el rol de agencia única de defensa presupone que la defensa es un bien público y que por ende no puede ser subordinado al mercado sin evitar el problema del free-rider, lo que se solucionaría violando el principio de no-agresión, que es la base misma del orden espontáneo, para... poder sostener la defensa del orden espontáneo. Y resulta que aceptar como solución que, no pudiendo los individuos decidir no tener un Estado, la imposición de éste se volvería voluntaria para los individuos mediante la participación colectiva en una sociedad con una constitución republicana… ¿cómo se vigilaría? Siendo protegida por un Estado democrático… un Estado democrático vigilado a su vez por una constitución republicana. La última palabra podría estar entonces en élites o en la masa, pero nunca en los individuos mismos. Por ende esta misma idea sería potencialmente autocontradictoria con los principios mismos del liberalismo clásico.
Ahora veamos qué pasa del otro bando. Los liberales clásicos, también con razón, le dicen a los anarcocapitalistas que la violencia preexiste al Estado, y que no hay forma de establecer un sistema de contratos pacíficos entre los individuos sin un marco común legal. Por ende si no se contempla una forma evolutiva de adaptación de la violencia al mercado, según la cual todas las propuestas de tipo rothbardiano se vuelvan provisionales y giren alrededor sólo del principio de no-agresión, entonces se requeriría un modelo utópico de sociedad sin Estado, y eso sería reconocer que habría que rechazar la idea de orden espontáneo, y, siendo su base el principio de no-agresión, esto sería ir contra los mismos principios de voluntariedad en las relaciones interpersonales feudo-burguesas del anarquismo de derecha.
¿Dónde está el error? Si se fijan bien en ningún lado. Se desorientan por la perspectiva, cuando deberían aprovecharla orteguianamente: los liberales clásicos confunden marco común con público, por lo cual no pueden imaginar uno en un sistema de agencias de defensa privada subordinadas al egoísmo racional objetivo del respeto a la propiedad ajena en función de los beneficios del mercado (conviene comerciar a conquistar además de que la ley hace un feedback con el mercado), y los ancaps confunden Estado con socialismo y su supresión con la abolición de toda violencia y con la perfección de la naturaleza humana, por lo cual casi parece no pueden diferenciar a Singapur de Corea del Norte, y así terminan perjudicando, por ejemplo, una política exterior esencialmente no estatista, que sólo aumenta el poder geopolítico de un Estado mayormente liberal y conservadoramente delimitado, lo que es el mal menor en comparación a beneficiar a diversos totalitarismos nacionales militarizados que extienden el estatismo por vías terroristas o populistas.

La síntesis liberal, creo, está en la naturaleza de la propiedad privada. Por eso no se trata de buscar la abolición del Estado, sino su absorción ordenada por parte de la sociedad civil, mediante las mismas fuerzas del mercado. Si su naturaleza era contradictoria con el mercado o no lo era, se probará evolutivamente. No hay por qué desesperarse en un sentido o en el otro. La solución se hace en función de la propiedad privada, y por eso la postura debe ser antes que nada privatista. Si este principio se perjudica, se retrocede y se busca una solución mejor, y se sigue adelante. El principio de no-agresión y el orden espontáneo son aquello "social" que no cambia en el cambio, pero que hacen el cambio creativo "interpersonal" posible, esto es, la fórmula que hace posible la sociedad abierta como la percibieron Henri Bergson y Karl Popper. En pocas palabras: evitar el dominio del poder en las relaciones humanas, mediante una legislación general contra la violencia.

viernes, 4 de mayo de 2007

Cavilaciones de un privatista

Como anteriormente aclaré, por unos meses decidí tomarme un descanso y no escribir ningún artículo, sin embargo, casi a cambio, opté por resumir, y poner en un solo lugar, varias “cavilaciones” mías -divagues de conversaciones sobre filosofía política, que al desarrollarse apuntaban a un mismo lugar- compilándolos y retocándolos para poder presentarlos como un texto unitario, que no es.

Sobra decir que titulo este post haciendo referencia al breve ensayo Cavilaciones de un liberal de Alberto Benegas Lynch (h), pero insisto que en mi caso no pasará de ser una suma de esbozos, para bien o para mal.

Hechas las advertencias, de aquí en adelante: Enter at your own risk.

Lo que he llegado a ver por mi cuenta, es que en parte no se si el nihilismo político es, en parte, una ventaja, ya que nunca como en la Antiguedad estaba confundida la sociedad civil y el cuerpo político, mientras que hoy por hoy el surgimiento del Estado nación, burocrático, ayudó a revelar la importancia de la autonomía del individuo. La idea de que el Estado es inalcanzable no es, por sí misma, positiva. El Estado es alcanzable, y hasta es controlable, lo que ya no es es conducible. Los antiguos se podían dar el lujo de politizar todas las cuestiones y luego devolverlas a su ámbito privado, interviniendo arbitrariamente cuando lo deseaban. Había libertad individual pero no había derechos ni garantías. Había esfera privada pero se respetaba tan poco como si fuera pública. Los modernos no pueden darse ese lujo. Si lo quieren caen en el totalitarismo democrático del que hablaba Talmon. Si hoy se politiza la sociedad no queda otra que colectivizarla y estatizarla. (Sobre este tema recomiendo leer dos clásicos: el Discurso sobre la libertad de los antiguos en comparación con la de los modernos de Benjamin Constant, y Dos conceptos de libertad de Isaiah Berlin). El precio es el socialismo, y lo único que diferencia al socialismo voluntario del totalitario es el derecho de secesión.

Ahora bien, la cuestión no es si acaso el individuo debe conformarse con la libertad individual ya que el poder colectivo le sería una amenaza, incluso en sus manos a escala nacional. La cuestión es si existe una libertad colectiva. Yo creo que no. Existe el poder colectivo, y la libertad individual de ejercer ese poder sobre otros individuos y sobre uno mismo.
Marx fue un gran orate, no cabe duda. Puede seguir engañando a libertarios de izquierda luego de casi dos siglos. En el Manifiesto Comunista deja bien claro que el individuo no tiene derecho a disponer como desee de lo que se apropie. No está hablando de apropiarse más o menos del trabajo ajeno encarnado en la sociedad comunista que ahora dispone del trabajo personal expropiado (eso se da por descontado: en el período superior del comunismo la explotación del trabajo ajeno es mutua y depende de las necesidades), peor todavía está asegurando que el trabajo personal ya ha pasado a manos sociales, y que la remuneración por el mismo, posterior a dicha apropiación colectivista, ya no puede ser administrada libremente, véase, convertida en capital. ¿Cómo lograrlo? ¿Prohibiendo una permanente tendencia a la recreación de la clase capitalista a través de nuevos empresarios capitalistas? En la práctica sí, pero esto jamás lo reconocería Marx. En el marco teórico esto sería imposible, pero la teoría en el marxismo es a la vez un estudio ciego de la realidad que se pone a prueba en la praxis revolucionaria (en el éxito del poder de quien utiliza la idea, no en la contrastación empírica). En el marco teórico el marxismo debe recurrir a, lisa y llanamente, una mentira sobre lo que se cree realmente sucederá. Nadie ve que una subordinación sofística de las ideas al éxito revolucionario implica que el mismo materialismo histórico pasa a ser un medio para el éxito revolucionario. Pero no nos perdamos. ¿Cómo es que Marx propondría un método para que la clase proletaria impidiera el resurgimiento de la burguesía que representa un modo de producción supuestamente en decadencia frente al éxito productivo del socialismo obrero? Sería reconocer algo que no le conviene reconocer. Sin embargo lo propone, pero, no en esos términos. Lo que impide es mucho más que eso
-las cursivas son mías en todas las citas-:

El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del salario, es decir, la suma de los medios de subsistencia indispensables al obrero para conservar su vida como tal obrero. Por consiguiente, lo que el obrero asalariado se apropia por su actividad es estrictamente lo que necesita para la mera reproducción de su vida. No queremos de ninguna manera abolir esta apropiación personal de los productos del trabajo, indispensables para la mera reproducción de la vida humana, esa apropiación, que no deja ningún beneficio líquido que pueda dar un poder sobre el trabajo de otro.
Es interesante cómo el autor disfraza con moralina igualitaria lo que en realidad no niega nunca es otra cosa que la aplicación práctica de un programa de revolución social que sería inevitable por y para una emancipación políticamente revolucionaria en beneficio de una clase.

En cualquier caso, vivir para la subsistencia fue su idea de impedir el poder de un individuo sobre el trabajo de otro. La referencia a la propiedad individual en un escrito posterior no cambia nada. No hay nuevo concepto de socialismo. Es exactamente el mismo que en el Manifiesto de 1848. En resumen, es que no habría capital individual:

El capital es un producto colectivo; no puede ser puesto en movimiento sino por la actividad conjunta de muchos miembros de la sociedad y, en última instancia sólo por la actividad conjunta de todos los miembros de la sociedad.
El capital no es, pues, una fuerza personal; es una fuerza social.
En consecuencia, si el capital es transformado en propiedad colectiva, perteneciente a todos los miembros de la sociedad, no es la propiedad personal la que se transforma en propiedad social. Sólo cambia el carácter social de la propiedad. Esta pierde su carácter de clase.
La propiedad personal, a la que se hace referencia en 1871 en la obra La guerra civil en Francia, no varía. Más incluso “si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional con arreglo a un plan común”. En tanto socialismo, es el mismo concepto centralizado de producción: no es autogestión obrera por cada fábrica, sino gestión por parte del Estado popular. Lo único que hizo Lenin fue dejar claras las cosas.

En cualquier caso, la “propiedad personal” sigue siendo sólo una parte alícuota de la propiedad social, pero en rigor ya no sería personal. El precio que se paga por tener "propiedad individual" obrera cooperativa es que ésta jamás pudiera desprenderse en forma líquida, en dinero transferible y reutilizable como nuevo capital, y más todavía, ni siquiera del salario, que, como vimos, no puede superar el nivel de subsistencia. Se gana colectivamente y se pierde individualmente. Para Rousseau -y para Marx también- todo esto puede parecer lo mismo, pero no lo es. La realidad es que se pierde completamente porque sólo se gana individualmente.

Una de las cosas que me gusta del marxismo es que define democracia y poder político como dictadura sobre otros. Esto es útil y creo que los liberales fueron los primeros en desaprovecharlo. Como para el marxismo salvo el poder todo es ilusión, la democracia no puede aplicarse sobre el mismo grupo que la ejerce. No hay libertad si no se detenta el poder y se es libre de él. El problema de la auto-organización de la clase ni siquiera se tiene en cuenta (tal vez por eso para los marxistas fue siempre tan difícil plantearse los problemas prácticos del socialismo sin recurrir al voluntarismo). O los individuos actúan voluntariamente y entonces no necesitan una dirección central, o conservan residuos psicológicos de las clases enemigas y entonces deben ser conducidos por la mentalidad de clase revolucionaria. Nunca se plantean que la dirección central conductora externa al pueblo se requiere siempre, no por una cuestión de voluntariedad, sino porque no hay forma de saber con qué actos se acata y con cuales no, y menos en el socialismo. Tampoco en la etapa comunista. Sólo un sistema no-colectivista podría hacerlo.
Si se considera que nadie puede mandarse a sí mismo, que el Estado y la democracia son siempre instrumentos de dominio de unos sobre otros y no de auto-organización, entonces lo público como político es per se sinónimo de opresión. El marxismo no reconoce la esfera privada del individuo si no en tanto representación de una clase dominante. Transformar toda esfera privada en pública no es otra cosa que disolver la necesidad de una esfera privada. El poder público dejaría de ser opresivo al desaparecer las clases sociales formadas por la propiedad privada (en los modos de producción occidentales) o por la autonomización del mismo poder público (en el modo de producción asiático). Donde no hay clases lo público se identifica con lo individual y no hay alienación. No hay contradicciones dentro de los verdaderos intereses de clase. Ahora hay que ver lo interesante en esto: si se cambia el colectivismo metodológico por el individualismo metodológico, y se sigue el mismo criterio de análisis, sucede que la idea de comunidad de intereses de clase desaparece. Se esfuma. No importa si hay tres, dos o una clase: los intereses de todos los individuos se oponen mutuamente. En rigor no hay clases. Toda esfera pública se vuelve política. Cada individuo en tanto extiende esa esfera pública -que antes se reservaba a la clase- a la relación con cualquier otro individuo no hará otra cosa que oprimirlo. En pocas palabras: donde algo es público siempre hay opresión de un individuo sobre otro. El Estado desaparecería ya no cuando hubiera una sola clase, sino cuando hubiera un solo individuo. Pero hay más de un individuo. Esto no tendría solución, porque sería imposible formar una sociedad cualquiera. Pero resulta que no hay nada que necesariamente diferencie socialmente a un individuo de otro por lo cual lo privado pudiera ser origen del conflicto, ya que no puede haber tantas ubicaciones sociales diferentes en la forma de obtener los ingresos como individuos hay en una sociedad. El problema tiene que estar en otra parte.

Debemos fijarnos que hasta ahora vine conservando todas las premisas marxistas salvo el colectivismo metodológico que hace posible la noción de clase. Ahora el problema que resta es averiguar el origen del conflicto entre intereses contrapuestos. No hay forma de resolverlo mediante la eliminación mutua de individuos como podría suceder con las clases en el historicismo marxista. A pesar de mi admiración por la posición desesperada de Max Stirner, no queda más que reconocer que la solución real sería un individuo único del futuro. ¿Cómo se soluciona? Ya no es tan difícil: si en el marxismo la diferenciación de funciones sociales en la división del trabajo lleva a la propiedad privada, y ésta a la explotación de un grupo de funciones sobre otras (haciendo a unos parasitarias y a las otras productivas), entonces en esta revisión que hacemos, toda función social igual o diferente llevaría a la propiedad privada, pero ninguna a la explotación de unas funciones sobre otras ya que todas serían privadas. No hay expropiadores y expropiados. La propiedad privada no puede volverse característica dominante sólo para una clase, porque no hay comunidad de intereses entre funciones idénticas, luego la división del trabajo no es la antesala de la distinción en clases en el sentido marxista. Las clases son sólo hipóstasis. El conflicto viene de otra parte. Si dentro de las relaciones sociales entre esferas privadas no hay conflicto ¿por qué lo público mantiene su carácter político y coercitivo? Nótese que lo privado dejó ya de ser el origen del conflicto. La relación se invierte: es lo público (ya no sólo el Estado) el que origina la alienación y el conflicto entre individuos.

Si se conserva la idea de que lo público, en tanto democrático, sólo puede ejercerse sobre otros (democracia para una clase, dictadura para las demás), y si consideramos además que el origen de la expropiación no es lo privado (porque el salto de colectivismo metodológico a individualismo metodológico también implica que el producto del trabajo humano es privado e interindividual, y no colectivo y social), entonces en tanto no haya expropiación de lo privado no habrá explotación. Luego lo privado no causa la explotación de lo personal o de lo social. No hay conflicto entre lo personal y lo privado. Lo personal es privado y lo social es interpersonal y por ende también privado. ¿En qué medida la esfera pública se vuelve política y coercitiva? En toda medida. Si lo político es reflejo de un conflicto social previo, ese origen no puede ser otro que la violación de la esfera privada. El origen del Estado es la violencia entre individuos. La violencia es la que desfasa y pone en contradicción unos intereses contra otros. No es que los intereses individuales no se encuentren contrapuestos: siempre lo van a estar, pero no colisionan mientras se mantengan en sus esferas privadas. Desde ellas, y si éstas no se rompen, las relaciones sociales pasan a ser interpersonales, pero no colectivas. Lo público se hace político en tanto intermedie la violencia. La violencia pública, que representa la opresión de unos por otros, surge de la violencia individual (la violencia nunca puede ser “privada” porque ningún individuo necesita mostrar un título particular para ejercer la fuerza en tanto puede hacerlo, y si necesita de otros para coaccionar con la amenaza de la fuerza, el único reconocimiento que necesitará en un grupo basado en la fuerza, será su posición “pública” en el mismo).
El origen del Estado es la violencia. Y esta no es otra que la tesis de Bertrand de Jouvenel.

Se puede cerrar así casi un círculo sobre la cuestión: si la democracia no se puede si no ejercer violentando a otros, y si la explotación entendida como violencia es el origen de la necesidad de la democracia, lo que hay que hacer es disolver simultáneamente la violencia de la sociedad y del Estado. No se puede poner a todos los individuos en el Estado como el marxismo podría hacerlo con una clase, ya que, partiendo de un individualismo metodológico, todos sus intereses son per se contrapuestos. El Estado no se va a desvanecer cuando la violencia interpersonal desaparezca, ya que está también enraizada en el Estado. La solución es vaciar al Estado y transferir la defensa directamente a los particulares, en vez de, como pretende el marxismo, ocuparlo por una clase que extermine a las otras y a los delincuentes porque se extravían de la clase.
¿Puede haber una esfera política? Podría ahora hacerla fácil y decir: “bueno, yo no soy marxista, soy socialdemócrata así que creo que un individuo puede obedecerse a sí mismo, ejercer poder sobre sí mismo. Puede mandar en una asamblea directamente, o al votar indirectamente, y luego obedecer cuando esté en su casa o salga a la calle”. O bien podría ser un liberal clásico y decir que “no se puede mandar y obedecer al mismo tiempo en un mismo aspecto, pero que hay una esfera pública (la formalización de la ley consuetudinaria en positiva, la represión, la defensa, etc.) a la cual siempre seré ajeno, que nunca podré apropiarme si no es a través de la democracia. No gobierno a nadie salvo a esa esfera que se me escapa, y la esfera privada no por eso se verá reducida. Si intento violentar la esfera privada entonces sí la democracia se irá tornando explotación de todos por todos”. ¿Pero qué sucede si tomo -como venía haciendo en mi ejemplo- la posición radicalizada de considerar que no hay esfera pública que no sea a su vez invasiva de la propia? Si es así, toda acción política es violencia con límites difusos. Toda democracia termina siendo, eventualmente, dictadura de todos sobre todos, y quien la reciba en mayor medida pierde y quien la ejerce en mayor medida gana. Y como no hay esfera pública voluntaria salvo el espacio interpersonal que contractualmente propietarios privados crean para relacionarse socialmente, entonces la política no va reflejar el dominio de clases por su ubicación socioeconómica, sino que va a crear clases que reflejen la institucionalización de una forma unificada de violencia social: grupos armados, ejércitos, guerrillas, burócratas asociados con sectores sociales de cualquier índole, sindicatos, "piqueteros", lo que fuera. Que es lo que realmente sucede.

Toda soberanía es individual, no colectiva. Toda voluntad democratizable empieza con individuos. Si no se predefine la esfera individual no hay forma de que democráticamente esa esfera sea decidida por todos. Es algo que repito a lo largo de casi todos mis escritos: la sociedad, sea ésta ordenada espontáneamente o no, y en particular si es espontánea, deberá organizarse por principios que, al menos en sus orígenes, serán previos y ajenos a la voluntad política conjunta de sus miembros y cercanos al mayor cumplimiento posible de las voluntades económicas personales de estos mismos. Oikos versus polis. La democracia republicana puede seguir siendo democrática porque la esfera pública es reducida, es decir, porque en su mayor parte las acciones individuales son decididas por los propios individuos dentro de la sociedad civil y sólo una pequeña parte democráticamente como sociedad política. Si la democracia fuera total, la única forma de que todos tuvieran poder social sobre sus destinos a través de la vía política, sería que todos opinaran exactamente lo mismo sobre todos los aspectos de sus vidas individuales. Como ridícula es la idea de que se vote para que no se vote más, más aún lo es que se vote lo que se va a votar, pero resulta que hasta esto último sería necesario si se quiere un poder popular sin límites. ¿Sobre quien? Sobre el pueblo mismo. Por eso esta otra opción, la democracia popular como medio para la socialdemocracia, libera completamente al pueblo como un todo de la inseguridad de vivir en un orden impuesto por alguna de sus partes, pero -como expliqué en mis críticas a la socialdemocracia total de Sapir y a la sociología del conocimiento- fuerza a sus miembros, al pueblo real, a vivir en un orden impuesto por una colectivización de decisiones que le es inevitablemente ajena: un “Pueblo” que, a fin de cuentas, no existe. Pero resulta que, si es reconocible el ejercicio del poder, entonces también debe serlo su ausencia; si la voluntariedad que parte de los individuos es identificable en la participación política, entonces también lo será en la vida cotidiana. Luego la opresión de unos individuos por otros se mide desde las relaciones de poder entre los individuos y no por la falta de participación pública en decisiones políticas que, a fin de cuentas, se ejerce sobre todos los individuos. Todo lo que puede haber de coercitivo e involuntario en, por un lado, el ordenamiento de una sociedad, depende de la ausencia de derecho de secesión, y por el otro, dentro de la sociedad misma, depende de la ausencia del inicio de la fuerza. El único límite contractual que define la esfera de lo civil frente al poder es, por esto mismo, la propiedad privada. Ésta legitima al Estado y no a la inversa. El problema es circular: no se puede pretender hacer depender la propiedad privada de una democracia sin límites, ya que la única forma en la que el pueblo, como individuos, puede mantener el control sobre el gobierno, es que el pueblo, como colectivo, no tenga primacía sobre los individuos.
En pocas palabras, en el mercado la desigualdad en la cantidad de votos no desiguala el derecho a la propiedad, ya que no se colectivizan las decisiones: cada peso, y no cada hombre, es un voto, sí, pero hay que recordar que dos pesos son dos votos que me dan más derecho sólo sobre la mayor porción de mi esfuerzo -siempre desigual a otro-, o sea: sobre lo que yo decida comprar, no sobre el total de compras de todos los electores.

Pero mi postura -que no parte del anarcocapitalismo- se asemejaría a algo que podría llamarse un “marxismo a la inversa”, si se quiere, una anti-dialéctica individualista, y por eso ya no me planteo siquiera la necesidad del autogobierno democrático, como no lo hacen los marxistas con su noción de pueblo que sólo necesita el poder para gobernar al y contra el anti-pueblo, hasta que es asimilado o exterminado (incluso antes de que la “justicia popular” decidiera sin intermediarios quién fuera pueblo y quién enemigo del pueblo: con su breve pero horrenda coherencia ésta fue la posición abierta de Foucault en un debate con un Chomsky genuflexo). La soberanía política tiene tan poco sentido para una clase sobre sí misma como para un individuo sobre sí mismo. En estos términos creo que la política debe ser conquistada para ser abolida. Y por eso es el reverso del comunismo. El nombre más adecuado sería privatismo.

Si la lucha no es entre clases que hacen propiedad privada expropiando trabajo social contra clases que ofrecen logros personales, sino que es entre individuos que hacen propiedad colectiva expropiando trabajo personal o interpersonal contra individuos que son violentados para que entreguen logros privados, entonces la abolición de la explotación no depende de abolir la propiedad privada (que siempre es personal) mediante la violencia, sino de abolir la violencia que es la base de la explotación contra la propiedad privada. Si hay propiedad pública deberá nacer de los propietarios privados, no de sí misma, porque de ser así dependerá, en una u otra forma, de la violencia.

En el marco de la voluntad del poder en versión colectivista, a la Foucault, no hay conciliación "justa" entre grupos: todos los intereses se contraponen en forma absoluta: la existencia de un grupo es la opresión de la otra. Pero entonces la pregunta “por qué se acepta un orden legal” se desvanece, y pasa a formar parte de un deber ser absoluto, fácil de reconocer por su funcionalidad a los intereses de una clase. Así los derechos del ciudadano de un país marxista son parte de un ordenamiento útil en el funcionamiento del engranaje de la lucha de clases por la liberación que ahora se da en la lucha contra el exterior.
Ahora bien, si pasamos a un individualismo metodológico y conservamos la idea nietzscheana de la voluntad de poder, esta ética funcional puede, o bien disolverse en el nihilismo para cualquier normatividad en las relaciones interpersonales, o bien tomar dos matices dentro de un marco en el que sea concebible la reconciliación de intereses contrapuestos, véase sin la aniquilación de los opuestos: uno, que resulta en una ética consecuencialista, a la David Friedman o Henry Hazlitt, en la que la moral basada en ciertos principios por encima de las consecuencias inmediatas se acepta en función de sus consecuencias mediatas (quedándose en el utilitarismo), o una ética funcionalista a la Ayn Rand, en la que la moral es el autointerés racional, por decirlo de alguna manera "no alienado", de la consciencia del individuo, muy similar pero contrapuesta a la consciencia de clase marxista, donde, como en aquella, se decide a priori de la elección subjetiva cuál es el interés verdadero (haciendo una conciliación interindividual de la lucha por el poder a través de consideraciones miseanas sobre la división del trabajo). En cierta medida Rand es a Nietzsche lo que Marx es a Foucault. Lo que explica la sorpresa del hegeliano Sciabarra tanto en su libro Ayn Rand: The Russian Radical como en su último Total Freedom, al encontrar tantas similitudes inadvertidas en la engañosa simpleza del pensamiento randiano.
Sobre el último Foucault, durante su viraje intelectual definitivo, Sebreli comenta -página 320 de El olvido de la razón- algo que, tal vez, no debería sorprender tanto: "Para esa época Foucault pensaba a Adam Smith como un 'crítico de la razón estatal' y recomendaba a los estudiantes que leyeran a los economistas liberales Ludwig von Mises y Frederick Hayek". ¡Mises y Hayek!
Siempre quedan, por ejemplo, las posiciones metaéticas, en las que se construye una ética objetiva en nombre de un derecho natural, como Rothbard, o bien la posibilidad de conciliación de las subjetividades por medio de la ética de la argumentación, de cualquier posibilidad de comunicación racional, donde tenemos el argumento habermasiano de Hoppe, y su versión revisada en Machan.

Las otras opciones son el evolucionismo de Hayek que en La fatal arrogancia llega a su plenitud, y, por supuesto, el orden natural, sea como defiende Russell Kirk dentro del conservadorismo inglés a la Burke, sea como propone Joris Steverlinck Gonnet dentro del tomismo liberal a la Maritain.
Lo curioso es que, todos estos intelectuales, de una forma u otra, llegaron a aproximarse a una misma solución, que muchos afiliados al historicismo marxistoide podrían considerar una reificación utopista de los valores que sostienen a un capitalismo “históricamente provisorio”, pero que sin embargo, y he aquí lo interesante, van al núcleo de la naturaleza misma de la propiedad privada (el principio de no-agresión), con lo cual perfilan lo que considero es el universalismo del capitalismo, ya que hasta para un marxista es el único sistema basado enteramente en el poder económico derivado de la posesión privada de los medios de producción y por ende dependiente de la utilización adecuada del capital. Recordemos que en el marxismo la división del trabajo y la propiedad privada crean la ruptura entre trabajo y medios de producción, y sin embargo el único sistema que se sostiene enteramente sobre la propiedad privada y la división del trabajo es el capitalismo: todos los demás usan la coerción extraeconómica para apropiarse del trabajo, y, por ende, no crean propiamente un modo de producción: no son capitalistas. Parasitan el capital, pero no lo tienen. Esto vuelve a la idea que brevemente expresara Kenneth Minogue en La teoría pura de la ideología, según la cual no existe una moral burguesa, ni una economía burguesa, ni un derecho burgués, ni una democracia burguesa, ya que todas estas nociones son per se burguesas. La burguesía, como fruto del mercado y de la propiedad privada, existió incluso antes de eso que luego se dio en llamar “capitalismo”, esto es: antes de que la revolución industrial le diera más poder a la propiedad privada de facto sobre los medios de producción (por parte de sus creadores directos: burgueses potenciales o en acto: fabricantes, inventores, empresarios, comerciantes, artesanos, campesinos, etc.) que a la propiedad privada o pública de jure sobre los medios de producción (por parte de sus expropiadores violentos: esclavitud, feudalismo occidental, absolutismo feudal y/o esclavista de Estado del modo de producción asiático, etc.). No es entonces la división entre capital y trabajo el que genera la explotación, sino la ficción de tal división construida sobre la violencia, con lo cual la explotación pasa a definirse por la violencia y éste es el talón de Aquiles por el cual el marxismo se termina inmolando sin saberlo (ver en el segundo volumen de la Historia del pensamiento económico de Rothbard las dos definiciones contrapuestas de clase que hizo Marx). Esta división, transformada en real por el desarrollo industrial, le da más fuerza al mercado que a la violencia. Una tendencia histórica no necesaria, llevó, paradójicamente, a la necesidad por parte de la organización de la violencia de adaptarse a las relaciones contractuales del mercado, lo que liberó al individuo en vez de esclavizarlo. El entramado de relaciones sociales del capitalismo excluye, por su misma naturaleza, a la violencia que es parte de la lucha nietzscheana por el poder, mientras que el entramado de relaciones sociales de cualquier otro orden social, no. Y esto último incluye muy particularmente al socialismo. ¿Por qué? Porque el principio de no-agresión es el corazón de la naturaleza de la propiedad privada, y la alienación de los particulares con respecto a bienes particulares propia de la propiedad pública exige el uso permanente de la fuerza, como bien describe Jesús Huerta de Soto. Toda otra forma de apropiación privada que implique la violación de otra propiedad qua propiedad, requiere previamente de una titularidad ajena sobre un bien, otra propiedad privada, para luego expropiarla. Y la definición de propiedad privada es cualitativa, no cuantitativa: esto significa que la propiedad privada capitalista no es la negación, como pretendió el marxismo, tanto de la propiedad privada no-capitalista como de sí misma, sino que, muy por el contrario, es su afirmación absoluta, sea tanto cuando, debido a diferentes lugares del abanico tecnológico, conviene en el mercado que muchos generen pequeños medios de producción, como cuando conviene que pocos generen grandes medios de producción. Sólo cuando se habla de relaciones sociales basadas en la violencia, esto es, en el poder extraeconómico, puede hablarse de expropiación, de negación de una propiedad por otra, de explotación.
Vale hacer una digresión para aclarar que
la distinción marxista entre propiedad personal y propiedad privada es meramente una trampa: los medios de producción no son, precisamente, lo único estatizado en los 10 puntos del programa del Manifiesto de 1848. Como muy por arriba expliqué hace poco: “Cuando Marx habla de "propiedad personal" está diciendo "propiedad X sobre un bien personal", excluyendo la posibilidad de una explotación colectivista, y cuando dice "propiedad privada" está diciendo "propiedad privada sobre un bien social", como un axioma. Nunca plantea "propiedad privada sobre un bien personal" porque infiltra el presupuesto de que impedir una expropiación extraeconómica -violenta- es sólo necesario cuando existe una expropiación previa económica -comercial, o de mercado, si se quiere-. A la inversa, cuando dice "propiedad social" dice "propiedad X sobre un bien social" y cuando dice propiedad colectiva dice "propiedad colectiva sobre un bien social".
En pocas palabras: introduce la idea de que en un bien social es indiferenciable la participación personal. Y esto a pesar de que en Das Kapital utilizó la medida del tiempo de trabajo personal para justificar una teoría de la explotación por la cual no podría mensurarse como trabajo la renta del capital. Pero esto es una falacia: que un bien de producción, o sea, que el capital funcione socialmente, no implica que sea un producto social. El capital no deja de ser producto del esfuerzo personal porque interactúe socialmente. Esa es una de las grandes falacias del marxismo”, esto es: transformar el funcionamiento social de un medio de producción en una fábrica de externalidades positivas.

En cierta forma podemos encontrar aquí una cierta historicidad del marxismo, ya que en su intento de crear la negación total de la propiedad privada descubrió su afirmación. Tal vez sea que el capitalismo haya sido siempre esa necesaria primera fase histórica, que el marxismo soñó sería el "socialismo" con respecto a la etapa superior del comunismo; la única diferencia sería que en vez de ser la etapa inferior del comunismo, lo sería de su reverso dialéctico: el privatismo. Vale la pena prestar atención a que en el historicismo marxista la disolución del Estado entre las dos fases del comunismo es gradual y no revolucionaria, en tanto se termina con todo rastro de propiedad privada, todo se hace público, la lucha de clases sociales desaparece y entonces el Estado como expresión política de lo público se haría innecesario. Pero si el clasismo como cualquier otra noción colectivista es un error, entonces no es la propiedad privada sino la propiedad pública la que perpetúa la causa originaria de las contradicciones sociales e incluso de clase: conflicto entre clases que, como demuestra un orden extenso, en realidad no existen en sentido marxista como entes reales contrapuestos, sino que son una manifestación de las contradicciones de intereses individuales que generan la violencia y que el monopolio de la violencia por parte del Estado logra solidificar en clases (véase el concepto austriaco de clase), sean estas parasitarias del capital creado por el empresariado (clases proletarias subsidiadas) o las a su vez parasitarias de éstas pero igualmente necesarias para el comunismo (la burocracia).
Si todo es precisamente al revés del marxismo, éste se transforma en una idealización historicista inversa, una forma de absolutización colectivista de la propiedad pública propia de lo que aquel llamara "modo de producción asiático", sólo que esta vez en forma de farsa artificial occidentalizada y destinada a la decadencia: el "socialismo real" como un modo de producción que no existe naturalmente en la clase que dice representar pero que se impone a la misma. El marxismo aparecería así sólo como la manifestación más exacerbada, bajo la forma de anti-sistema ideológico puro, de las contradicciones superables del capitalismo; y el capitalismo en tanto sistema económico basado enteramente en la propiedad privada, como transición gradual hacia la disolución del Estado en tanto se termina con todo rastro de propiedad pública. El socialismo marxista pasa así a ser un anarcosocialismo utópico que no se adapta a la evolución social, mientras que, paradójicamente, lo que podría haberse considerado un anarcocapitalismo utópico es en realidad una tendencia histórica inevitable del desarrollo del capitalismo liberal.

Tal vez el resultado sea que, con o sin interpretaciones historicistas -y tal vez gracias a que debamos liberarnos de ellas para viajar al futuro-, nos dirigimos hacia una fusión entre los principios individualistas del liberalismo clásico, pero sin las burocracias de los Estados-nación, y por ende a formas privadas de defensa y organización civil, pero sin privilegios que desarrollen castas militares o eclesiásticas. Formas reelaboradas de los Estados-ciudad, feudales pero enteramente contractuales, burgueses pero con cuerpos sociales intermedios, interconectados por fuera del espectro coercitivo y parasitario del espacio público y político. Algo que la propiedad privada, a través de su universalización, no será difícil termine integrando dentro de sí, ya que representa lo mejor de todas sus expresiones históricas.
Siendo el comunismo el futuro imposible del hombre ¿puede que acaso sea el privatismo su único futuro posible?

domingo, 31 de diciembre de 2006

Capitalismo de Estado y socialismo de mercado como atajos ideológicos

“Capitalismo de Estado” y “socialismo de mercado” son esas consignas talismánicas que logran desviar el juicio crítico hacia la potenciación de ciertas preconcepciones culturalmente establecidas. Son adoptadas incluso por quienes ven perjudicadas sus posiciones políticas debido a la generalización de estos prejuicios, pensando muchas veces que les benefician. ¿Por qué son acríticos estos conceptos? Porque así lo posibilitamos. No tendrían por qué serlo. El mainstream socialista es el telón de fondo que los hace posibles. ¿Por qué estos conceptos generalmente inclinan la balanza en un solo sentido? ¿Por qué son falsos? ¿Por qué es importante desecharlos? Intentaré explicarlo a lo largo de este artículo.

Hagamos un paralelismo con la falacia de la pregunta múltiple, sólo a modo de analogía, porque será útil para demostrar lo que realmente sucede cuando se usa este tipo de conceptos retóricos. Veamos la definición de este tipo de falacia:

En la medida en que toda pregunta solicita una información, en lugar de darla, no es una proposición, y no puede ser verdadera ó falsa. Pero hemos visto que el significado de las preguntas depende de las suposiciones implícitas. Por ejemplo, la pregunta: “¿por qué los muchachos se parecen a sus tíos maternos más que a los paternos?”, da por supuesto dicho parecido. […] Mediante este procedimiento, a menudo infiltramos en nuestras preguntas proposiciones falsas y luego procedemos a probar otras con su ayuda. Cuando discernimos la falsa suposición contenida en la pregunta, advertimos que tales pruebas son ilusorias y no tienen fuerza lógica alguna. En los interrogatorios, los abogados suelen tender trampas a los testigos, haciéndoles dar testimonio (y por ende, probar ante el jurado) de una proposición falsa que ellos introducen como parte de una pregunta; ya sea que la respuesta fuere afirmativa o negativa, implicará admitir algo que el testigo no admitiría si se planteara el punto de manera directa[1].

Ahora veamos qué ocurre con un oxímoron como “capitalismo de Estado”. Se utiliza comúnmente en el contexto de la defensa del concepto de “socialismo”, para amnistiar a este frente a cualquier acusación dirigida contra las realidades que imperaron bajo el llamado “campo socialista” soviético, e incluso contra las que hasta no hace mucho regían bajo la influencia del “socialismo árabe”.

Ante el fracaso económico y político de la Unión Soviética, e incluso ante el fracaso de sus satélites, como Cuba y Alemania del Este, se nos contesta con frecuencia: “eso no fue socialismo, sino capitalismo de Estado”. Esta muletilla no es nueva: fue utilizada por los estalinistas y los maoístas contra el burocratismo de Kruschev en adelante, la utilizaron los trotskistas contra Stalin, la utilizan muchos marxistas incluso contra Lenin y contra todo el régimen soviético, por no hablar de ciertas izquierdas postmodernas que quieren ser marxistas sin historicismo y colectivistas sin partido único. No tiene caso destacar lo contradictorio que es todo esto con respecto al marxismo, y cómo, si se adapta esta doctrina a las hipótesis conspirativas ad hoc que explicarían el fenómeno del “capitalismo de Estado”, resulta que del materialismo histórico nos queda poco menos que nada[2]. Lo que importa es señalar el núcleo de este recurso retórico y explicar su funcionamiento.

Cuando comentamos las fallas teóricas y prácticas de un sistema socialista y se nos contesta que dicho sistema no es en realidad “socialista” sino “capitalista de Estado” porque, por ejemplo, existiría una “nomenclatura poseedora de los medios de producción”, hay varios supuestos previos que ningún opositor al socialismo podría aceptar conscientemente, pero que sin embargo a un nivel inconsciente jamás fueron refutados y sirven de palanca para que la réplica funcione. Si intentamos refutar la contestación sin responder a estas presuposiciones, ya estamos aceptando, por ejemplo y para empezar, que puede existir algo como “capitalismo de Estado”, estamos aceptando que el “capitalismo” es algo malo (y que el problema no es el Estado), estamos aceptando que capitalismo es sinónimo de “posesión por una minoría de los medios de producción”, que el socialismo sería “posesión por una mayoría de los medios de producción” (como si fuera poco estaremos aceptando que esto último es per se algo bueno), y, además, estaremos olvidando el carácter esclavista que, en términos marxistas, tendría la transformación socialista del trabajo en propiedad colectiva si acaso fuera administrada por una clase separada, y le estaríamos atribuyendo al capitalismo la posibilidad de incluir dentro de sí este carácter de -continuando con la terminología marxista- cuasi “modo de producción asiático”. O sea: un estatismo esclavista también sería capitalismo porque sería esclavista. De hecho, al confundir todas estas definiciones, lo que la izquierda logra es sumergir al interlocutor nuevamente en el prejuicio generalizado según el cual la explotación se define, no por el hurto de una propiedad predefinida, sino por la desigualdad social entre grupos con diferentes formas de ingreso económico. Y logra impedirnos siquiera pensar el hecho de que la explotación es una expropiación del trabajo ajeno, y que podría darse en una sociedad sin clases, que el socialismo podría ser fácilmente compatible con esta explotación, y que a su vez esta explotación socialista podría darse sin o con una sociedad con clases.

Lo que logra la simplificación de este burdo igualitarismo social es nada menos que demostrar cómo los prejuicios marxistoides han calado hondo en las consciencias de sus opositores. En cualquier otra situación, ante una objeción tan espuria como: “pero el régimen X no era en realidad socialista sino capitalista de Estado”, la respuesta habría sido: “ojalá así hubiera sido, pero es difícil de encontrar un Estado interesado en vender productos con su propio dinero, en vez de expropiar a sus clientes”. Pero no; enseguida frente al concepto de “capitalismo de Estado” es frecuente situarse a la defensiva y, aunque parezca broma, tomar posición no contra el término “Estado” sino contra la palabra “capitalismo”. Si alguien nos dijera: “eso no fue socialismo, sino estatismo” veríamos la trampa mucho más fácilmente: ¿por qué es contradictorio el estatismo con el socialismo? ¿Acaso no puede haber un socialismo de Estado? Es cómico, pero resulta que terminamos viendo como más probable la existencia de un “capitalismo de Estado” que la de un socialismo de Estado. Si vemos dentro de un sistema socialista la conformación de una clase económica burocrática deberíamos preguntarnos ¿acaso puede ser de otra forma? No es necesario diferenciar socialismo del subconjunto del socialismo obrero, para comprender que incluso este último requeriría de toda una clase de funcionarios públicos administrativos; sin contar que, en realidad, en un sistema socialista todos los empleados serían empleados públicos, y por ende apenas diferentes en su forma de trabajo a la de sus administradores, los funcionarios asalariados (no es extraño que una frase aparentemente común entre los obreros rusos haya sido: “nosotros hacemos como que trabajamos y ellos hacen como que nos pagan”)

Pero volvamos a la cuestión anterior: si acaso se nos ocurre aceptar la definición caprichosa según la cual llamamos “capitalismo” a cualquier sistema con una clase poseedora de los medios de producción, y así lograr el efecto psicológico de, por un lado, bastardear el individualismo empresarial “burgués” y todas sus características reduciéndolo a la mera existencia de clases sociales, y por el otro asociar todas las características del capitalismo (mercado libre, producción para el consumo, propiedad privada de los medios de producción) a cualquier sistema no-capitalista: esclavista y/o estatista, lo único que logramos es criminalizar al capitalismo por los pecados de sus enemigos, y encima afirmar que esos enemigos son realmente malos porque son capitalistas.

Sin duda el capitalismo implica una sociedad con clases, pero ¿son acaso el problema de los regímenes colectivistas la existencia de clases sociales? ¿o lo es la violación sistemática de la propiedad privada con independencia de que forme o no clases sociales? Suponiendo que la existencia de las mismas implique propiedad privada -que como veremos más adelante no es así- ¿significa acaso que el respeto de la propiedad privada es la causa de los males de los regímenes colectivistas y no su supresión? Si se supone que la explotación es el problema, también en este caso se termina presuponiendo que su abolición depende de un establecimiento pleno y sin fisuras de una propiedad colectiva, y no por el contrario de un derecho pleno a la propiedad privada sobre los logros personales.

Podríamos concluir que, al definir al capitalismo como explotación, si rechazamos la teoría marxista del valor por tiempo de trabajo, el socialismo obrero sería “capitalista”. Y, si definimos capitalismo por propiedad de los medios de producción por parte de una minoría, entonces el burocratismo soviético sería un “socialismo capitalista”.

La única forma con la que los socialistas pueden solucionar este problema es simplificando la cuestión al máximo: capitalismo será, a la vez, la explotación de una mayoría por parte de una minoría (nunca a la inversa) y la propiedad de los medios de producción por parte de esa misma minoría, y socialismo será la abolición de toda explotación y la propiedad de los medios de producción en manos de todos. ¿Es esto así? ¿Es esta asociación inevitable? No necesitamos adentrarnos en la discusión acerca de qué es explotación y qué no lo es. La teoría marxista y la austríaca tienen posiciones encontradas al respecto[3]. Pero para lo que deseamos explicar baste decir que se puede explotar sin poseer los medios de producción. Luego, una cosa no implica necesariamente la otra. ¿Es pensable que los medios de producción terminen en manos de una minoría no explotadora? Sí, bien sea porque no se acepte la teoría del valor-trabajo de Marx y Engels, bien porque, aun de aceptarse el obrerismo marxista, se suponga –haciendo un ejercicio mental para cubrir la posibilidad– que la mayoría viva sin trabajar –en el sentido marxista: manualmente– a costa de los que poseen y trabajan –también en sentido marxista– dichos medios de producción. También la propiedad de los medios de producción en manos de todos no aseguraría contra la explotación, si acaso la posesión total exigida es una condición forzosa con independencia del hecho de que no todos sean sus creadores. ¿Pueden terminar estos “medios de producción en manos de todos” posibilitando la existencia de una “democrática” mayoría explotadora? Sí, y esta situación -no tan hipotética como parece- sería teóricamente aceptable incluso para los marxistas.

Si no necesitamos la propiedad en manos de todos para abolir la explotación, sino que por el contrario podría posibilitarla, entonces no necesariamente habrá explotación allí donde todos no tengan medios de producción. Vimos que, si somos marxistas y pensamos que el trabajo obrero es la fuente del valor y no los bienes creados por el trabajo, entonces, o bien todos deberían tener medios de producción –ya que de otra forma los obreros trabajarían para quienes los proveyeran de capital–, o bien la minoría debería hacer todo el trabajo manual en lugar de la mayoría. Y vimos que, si no somos marxistas y pensamos que los bienes creados son la fuente del valor, entonces no tenemos por qué pensar que hay explotación donde no todos tengan medios de producción.

Volvamos entonces a las definiciones. ¿Es socialismo que todos tengan medios de producción? La respuesta es: no. Socialismo es algo más específico, y así es que nos acercamos a su verdadera definición. El socialismo significa, en principio, que la sociedad de todos los individuos posee todos los medios de producción. Es una posesión conjunta y colectiva. Pero es algo más: es una posesión independiente de sus miembros. No es posesión fruto de la asociación de propietarios asociados. Es posesión de la sociedad a la que los individuos se asocian. No es una diferencia sutil, sino abismal: es la diferencia entre el individualismo y el colectivismo. El socialismo implica una propiedad colectiva, y no hay socialismo completo sin una colectivización completa. Quien propone colectivismos obreros separados, por ejemplo fábrica a fábrica, de lo que estará hablando es de socialismos múltiples dentro de una misma sociedad, pero no de una sociedad socialista.

Por otro lado, cualquier socialización se aplica sobre un conjunto determinado con independencia de sus miembros. Por ejemplo, si se establece como bien social un club, luego participarán de la propiedad colectiva quienes sean miembros del club, pero el control común será no de los miembros fundadores del club sino de los miembros que participan en el mismo de alguna forma, y en tanto miembros. No sucede lo mismo en una sociedad comercial o en cualquier otra asociación libre. En esta asociación los miembros crean un ente que manejan en conjunto y que funciona socialmente, pero que en una última instancia es de los particulares. Es propiedad privada, y como tal responde a propietarios individualizados con nombre y apellido. El control está, por derecho, en los asociados creadores, y no en la asociación misma. Si un individuo se desprende de la sociedad alterará la naturaleza de lo que la asociación posee. En una asociación libre cada miembro compró una parte de la propiedad conjunta, y aunque la administra en sociedad, ésta sigue siendo de cada uno en parcelas definidas y convertibles a una propiedad dividida. Esta es la diferencia entre una asociación y una socialización, entre las sociedades privadas y las públicas.

Entonces: ¿es capitalismo que unos pocos tengan medios de producción? Tampoco. Sólo la propiedad privada hace posible la renta del capital, y sólo los ingresos limitados a la misma hacen posible tanto la tendencia a su acumulación como el predominio del criterio de dirección empresarial en lugar del burocrático, esto es: la búsqueda creativa de nuevos mercados en vez de la provisión de raciones, el estímulo del lucro en lugar de los salarios administrativos. El capitalista tiene su propia fortuna en juego. El socialista tiene la ajena.

Ni siquiera se pueden tomar en consideración las desigualdades económicas para considerar la existencia de desigualdades sociales en los regímenes marxistas:

[…] La desigualdad económica [socialista], comparada a la desigualdad occidental, es de tipo diferente. Esta desigualdad, en el sistema soviético, está unida a la función y no a la persona: es una desigualdad de renta y no de capital. Casi no existen posibilidades de desigualdad importante de capital en la Unión Soviética, pues el capital privado apenas tiene lugar.

Tomaré un ejemplo sencillo. Se sabe que el director de empresa, en la Unión Soviética, tiene un gran número de facilidades que hacen su vida comparable a la de un empresario occidental: puede contar con un chalet, un automóvil, una renta importante e incluso con algunas cosas más. Hay, en cada empresa, un fondo de primas de rendimiento de la productividad, constituido por las cifras entregadas a la empresa cuando los resultados obtenidos son superiores al Plan, eso que vulgarmente llamaríamos ganancias, aunque el mecanismo sea algo distinto. Ahora bien: de dichos fondos o primas el director de la empresa recibe una parte considerable, pero estas ganancias van a sus manos sólo en tanto que su función de director de empresa se mantenga. Por otra parte, ni el chalet ni el automóvil ni ninguna otra cosa son su propiedad privada. Por consiguiente, las desigualdades en las formas de vivir son comparables, tal vez un poco menos acentuadas, a las desigualdades occidentales –pero son desigualdades de función.

[…]

Sea lo que fuere, la desigualdad unida a la estructura burocrática y a la jerarquía burocrática de la sociedad es una desigualdad que puede ser considerable: la jerarquía de los salarios puede ir de 1 a 40. Pero es perpetuamente revocable en el sentido de que se puede fracasar y de que no puede ir tan lejos como la desigualdad debida a la acumulación privada de capital.

La cuestión a plantear desde ese momento es la siguiente: una sociedad de este orden, ¿conlleva o no a la reconstitución de las clases sociales?

Como es habitual, esto depende del sentido que se le dé a la palabra «clase». Si, siguiendo a Marx hasta el final del El capital, se definen las clases por el origen diferente de las rentas, la respuesta es muy sencilla: no hay clases sociales en la Unión Soviética. No hay clases porque todas las rentas de todos los miembros de la sociedad tienen el mismo origen, que es la renta del trabajo, el salario o el sueldo. Hay, naturalmente, desde que existen empréstitos, determinadas rentas de los empréstitos, pero esto no trae muchas consecuencias y no desempeña ningún papel importante. Por otro lado, si se ha dicho de una vez y para siempre que el origen de las ganancias es la plusvalía en un sentido marxista, es bastante claro que no hay plusvalía en la Unión Soviética. En un sentido estrictamente marxista es válido decir que la sociedad soviética no entraña clases en el sentido occidental del término, ya que es una sociedad homogénea desde el punto de vista del origen de las rentas.

Pero si tomamos la palabra clase en otro sentido, distinguiendo las clases sociales según su manera de vivir, según el nivel de las rentas y según la distinción social o moral entre los diferentes grupos, en este sentido creo que hay distinciones de clases en la Unión Soviética, pero distinciones infinitamente más simples que en las sociedades occidentales. Hay, en el fondo, la distinción más clásica en la mayor parte de las sociedades históricamente conocidas, esto es, la distinción entre el grupo superior, aquel que ejerce las funciones de dirección, los ejecutantes medios y las masas populares, o sea: la distinción ternaria clásica entre lo alto, lo medio y lo bajo.[4]

El capitalismo es la propiedad privada de los medios de producción y el socialismo la propiedad pública de los medios de producción. La cantidad de los participantes en una u otra forma de propiedad no le da a las mismas el carácter de “privada” o de “pública”.

Lo “público” no equivale a “todos y cada uno” sino a la totalidad colectiva de un grupo independientemente de sus integrantes, esto es: el grupo es quien tiene el derecho de propiedad, y quien llegue a la cabeza de la administración decide la posesión eventual que se asigne a los individuos. Lo “privado” no equivale al “conjunto de unos pocos” sino a los individuos particulares independientemente de su cuantía, esto es: los individuos tienen derechos de propiedad, y todos los bienes considerados, independientemente del uso, tienen asignado un individuo particular.

Lenin tuvo el cinismo de continuar la definición de Estado como maquinaria sólo útil para la represión de una clase por otra, mientras que simultáneamente la proclamaba como el único instrumento a través del cual la sociedad podía administrarse colectivamente a sí misma. A través del colectivismo total socialista el pueblo proletario debía ejercer, no sólo la propiedad sobre los medios de producción, sino además la represión de los obreros disidentes, o sea, la vigilancia del proletariado sobre sí mismo para forzarse a cumplir con la ideología de la lucha de clases. En El Estado y la revolución repite la carta de Engels a Bebel, en la cual Estado y libertad son tratados como antónimos, mientras que acto seguido amplía la propuesta de represión, del reducido margen de los adversarios de las clases enemigas, hacia el eterno horizonte de los adversarios entre las clases “populares”, aclarando inclusive que esta persecución estatal no culminaría con la desaparición de los capitalistas expropiados, sino con una condición: que todos estén dispuestos a acatar las “reglas de convivencia” de la sociedad socialista por costumbre, esto es: la obediencia, sin secesión posible y no contractual, de todos los individuos a la dirección centralizada del “pueblo entero” que organizaría todas las relaciones sociales. ¿Y qué sucede con el Estado en la transición hacia el comunismo con respecto a la tutela de la administración sobre la economía? No se sabe, pero nada se nos dice al respecto, sólo que ya no se llamará “Estado”. La cuestión es que en el comunismo la planificación central continúa -como no podía ser menos- estando en manos de una organización centralizada.

Debemos recordar que si la única forma que el marxismo concibió para que el “pueblo organizado” controlase la economía fue ni más ni menos que mediante esa “máquina especial de coerción” que es el Estado, es porque el colectivismo total -del cual todos los obreros individuales serían asalariados- no puede sostenerse sin una intervención permanente y agresiva de la dirección central sobre la vida económica de los ciudadanos socialistas[5], sea que se acepte por la violencia o por “costumbre”.

En cualquiera de las “dos fases del comunismo” la relación entre “administración popular” y obreros individuales es netamente disciplinaria. Aunque el marxismo y su ya oxidado magisterio leninista pretendan esquivar el problema, lo cierto es que la inclusión progresiva de todos en esta democracia totalitaria no reduce la necesidad de la misma. La obediencia plena a la dirección democrática no cambia el hecho de que dicha dirección permanezca como una necesidad perenne. Por esto es que Mises burlonamente aclaraba que, a menos que se trate de la abolición de la división del trabajo, no hay diferencia entre socialismo y comunismo. Aun cuando de alguna mágica forma jamás realizada los “obreros armados” llegaran a “sustituir” a los “burócratas” en la contabilidad y el control de la producción, a la hora de volver a sus casas donde deberán obedecer dicho control, alguien tendrá que quedarse en el ministerio de planificación para seguir dando las órdenes: un funcionario público inevitablemente estará controlando la economía. No se puede trabajar y vivir en asamblea simultáneamente.

En cualquier caso fue dentro de estos términos que Lenin describió al socialismo, y ciertamente no dejó mucho lugar para confusiones:

Contabilidad y control: eso es lo principal que se necesita para “poner a punto” y hacer que funcione bien la primera fase de la sociedad comunista. En ella, todos los ciudadanos se convierten en empleados a sueldo del Estado, el cual no es otra cosa que los obreros armados. Todos los ciudadanos pasan a ser empleados y obreros de un solo “consorcio” del Estado, de todo el pueblo. El quid de la cuestión está en que trabajen por igual, observando bien la medida de trabajo, y reciban por igual. El capitalismo ha simplificado en extremo la contabilidad y el control de esto, reduciéndolo a operaciones extremadamente simples de inspección y anotación, al alcance de cualquiera que sepa leer y escribir, conozca las cuatro reglas aritméticas y pueda extender los recibos correspondientes.

[…E]ste control será realmente universal, general, del pueblo entero, y nadie podrá eludirlo, pues “no tendrá escapatoria”.

Toda la sociedad será una sola oficina y una sola fábrica, con trabajo igual y salario igual.[6]

Es un hecho admitido por Marx que el poder público no desaparecerá en el socialismo, pero resulta que tampoco éste podrá perder eso que los marxistas llaman “carácter político”. Si difícilmente podría hacerlo un movimiento socialista que pretende crear una “economía” que requiere el uso permanente de la fuerza, mucho menos podrá hacerlo una ideología clasista, que exige el uso de esa fuerza por parte de una clase personificada en el poder público, mientras la ejerce sobre sus miembros que individualmente personifican a las clases enemigas.

Cuando se habla de capitalismo de Estado o de socialismo de mercado se suele olvidar que, de aceptarse, habría dos opciones restantes: capitalismo de mercado y socialismo de Estado. Luego sería inevitable preguntarse cual es la distinción esencial y causal entre el capitalismo de mercado y el de Estado, entre el socialismo de Estado y el de mercado.

Habría que preguntar a quienes pretenden dislocar al mercado del capitalismo y al Estado del socialismo: ¿qué es el Estado y qué es el mercado? ¿En qué se diferencian, cómo y por qué? Ambos conceptos obligarían a pensar en la cuestión de la propiedad, en las diferentes –pero relacionadas– dicotomías privado-público, individual-colectivo, particular-social, personal-comunal, y llevarían a preguntarse por qué resulta que están inevitablemente ligados, entre sí, el individualismo, la división del trabajo, la propiedad privada, el mercado y eso que para bien o para mal damos en llamar capitalismo.

A manera de síntesis: un sistema colectivista total no deja de ser socialista para ser capitalista porque coexistan clases sociales o económicas; si hay clases sociales no necesariamente será capitalista, pero si es capitalista, entonces no podrá ser de Estado; si es parcialmente de Estado -ya no será colectivista- será parcialmente no capitalista, y si hay clases sociales subsidiadas o privilegiadas por el Estado, entonces, o bien desde un principio no eran capitalistas sino que obtenían sus ingresos por otros medios, o si lo eran ya no actuarán como capitalistas; si el sistema es completamente de Estado será socialista, y entonces habrá clases de otro tipo, pero no sociales; si hay socialismo no habrá clases sociales pero podrá haber económicas, pero no será la existencia de estas últimas las que harán al socialismo explotador -con mucho las superiores serán las menos perjudicadas-, ya que aunque no las hubiera, toda administración socialista que redistribuya con criterios socialistas el trabajo individual, subordinándolo a metas colectivistas, será un sistema de explotación mutua permanente, en especial si es igualitarista -acéptese la teoría del valor que se acepte-; finalmente, si hay capitalismo no habrá administración de Estado, en cambio habrá clases sociales, ninguna desprovista del carácter defensivo de la propiedad privada, y precisamente por eso, si no se acepta la teoría marxista del valor por tiempo de trabajo, no habrá explotación.

Pero aceptemos, en aras de la demostración, la antojadiza evasión pseudomarxista por la cual un sistema colectivista en el que existan clases económicas no es socialista sino una contradicción en términos como es el "capitalismo de Estado", pues bien, entonces, en tanto capitalista, y de no poder probarse la teoría marxista del valor, no será explotador, por muchas clases que posea. Y a la inversa, un sistema colectivista, en el que no existan clases económicas, será socialista y, precisamente por eso, explotador, se acepte o no la teoría marxista del valor, ya que, paradójicamente, la inexistencia de dichas clases económicas probará que se remunera igualmente desiguales funciones laborales (precisamente lo que la delirante isomanía marxista-leninista ensalza como el gran logro de la fase superior del comunismo). Pero lo más importante es que, rechazada dicha teoría, el socialismo se vuelve intrínsecamente explotador en el instante que, por eliminar la propiedad privada, prohibe al creador de un capital la renta por el mismo, al asalariado la venta de su trabajo por su valor a través de un mercado laboral libre imposible de emular, y al empresario su misma existencia como agente creador.

Hay todavía pensadores socialistas que pretenden esquivar este problema con empresas distintas, que en realidad no son socialistas:

El caso más importante es el de las que hasta hace poco se llamaban cooperativas de producción y ahora se tiende a llamar empresas autogestionarias. Unos trabajadores prefieren ser sus propios empresarios, logran ponerse de acuerdo para aportar sus capitales, organizar una empresa y trabajar en ella. Las doctrinas de la economía de mercado no tienen nada que objetar. Con sólo dos condiciones: que la entrada en la cooperativa o en la empresa autogestionaria sea plenamente voluntaria, y que esta empresa no exija ni pida privilegios legales de ninguna clase, como serían ventajas tributarias o situaciones monopolistas [...]. Hay obreros que prefieren trabajar en una empresa cooperativa, aunque en ella obtengan ingresos inferiores a los que podrían tener en una sociedad anónima, y hay ejecutivos que prefieren serlo en una cooperativa, aunque tengan remuneración inferior a la que les pagaría otra empresa. Si la cooperativa puede organizar un proceso de producción tan bien como las empresas de otra clase, sin duda aumenta el bienestar y la felicidad de todos. Pero si las empresas cooperativas, para poder subsistir, logran impuestos inferiores a los de las demás empresas o el monopolio en algún mercado, reducen el bienestar general y abren el camino a la petición de favores del poder público, lo cual es una fuente de corrupción y de baja productividad.[7]

La propiedad pública, por reducida que sea, obliga a compartir los bienes a los nuevos miembros, alienando a los existentes del capital creado. Es por esto que, a mayor comunidad de bienes, menor es la tendencia al éxito en el mercado libre debido a la cristalización burocrática, y por ende una mayor tendencia al subsidio, a la nacionalización estatal y finalmente al colectivismo socialista completo. Todas las propuestas al respecto sostienen la defensa de un subsidio estatal, o bien pseudoformas mutiladas de propiedad privada, reducidas a la asignación arbitraria de derechos a los bienes asociados a la ocupación y al uso, irreconocibles si no es por una dirección colectiva, combinadas con créditos obtenidos por vía inflacionaria. Hasta un semisocialismo fragmentario tiende a un socialismo químicamente puro que finalmente exija cooperación de parte de quienes no desean participar en él:

En las últimas décadas, el pensamiento conservador ha manifestado una menor hostilidad hacia las instituciones de mercado y, de manera creciente, ha llegado a ver en las libertades de mercado un apoyo para el orden espontáneo de la sociedad que los conservadores tanto aprecian. En contraste, el pensamiento socialista se ha tomado su tiempo para avenirse con el carácter indispensable de las instituciones de mercado, viendo en ellas síntomas de desperdicio y desorden de un fracaso culpable de la planificación central. De hecho, ha surgido una escuela de pensamiento de mercado socialista, en deuda con John Stuart Mill, por lo menos tanto como con Marx; ésta concibe la cooperativa de trabajadores como institución central de producción en la economía socialista, siendo la competencia de mercado la que determina la asignación de recursos a las cooperativas. En su aceptación realista del papel del mercado como factor de asignación, la nueva escuela de pensamiento representa un alejamiento de la confianza tradicional que ha depositado el socialismo en la planeación económica central, pero afronta una serie de complejos problemas que, combinados, resultan funestos para el proyecto socialista de mercado. En primer término surge la dificultad, señalada por el distinguido economista keynesiano J. E. Meade, de que la fragmentación de la economía de empresas manejadas por los trabajadores implica el sacrificio de importantes economías de escala. Más aún, la fusión que tiene lugar en las cooperativas de trabajadores entre la posesión de un empleo y la participación en el capital tiene, como lo demuestra la experiencia yugoslava, la desafortunada consecuencia de generar desempleo entre los trabajadores jóvenes y propiciar que las cooperativas se comporten como unidades familiares en el lento consumo de capital. Si la experiencia sirve en alguna forma de guía, es muy probable que las economías manejadas por los trabajadores se vuelvan aletargadas, deficientes en cuanto a innovaciones tecnológicas y altamente inequitativas en la distribución de las oportunidades de trabajo que generan. Por último, todos los esquemas socialistas de mercado se enfrentan con el problema radical de la asignación de capital. ¿Bajo qué criterios deberán los bancos estatales centrales asignar capital a las diferentes cooperativas de trabajadores? En los sistemas capitalistas de mercado, el suministro de capital a riesgo se reconoce como parte de una función empresarial privada -una actividad creativa no susceptible de formularse a partir de reglas rígidas o improvisadas-. Cuando el suministro de capital se concentra en el Estado, como ocurre en la mayoría de las propuestas socialistas de mercado, si no es que en todas, ¿qué tasa de recuperación deberá fijarse y qué cuentas han de pedirse al banco central de inversiones por concepto de pérdidas? En cualquier forma que resulte realizable, el esquema socialista de mercado está expuesto a la objeción de que la centralización de capital en el gobierno estaría destinada a desatar una competencia política por los recursos, en la que las industrias y empresas establecidas serían las ganadoras y las nuevas empresas, débiles y bajo gran riesgo, las perdedoras. En otras palabras, el socialismo de mercado intensificaría simplemente el nocivo conflicto de la distribución, planteado por los analistas de la Escuela de la Elección Pública en el contexto de las economías mixtas.

Estos defectos de las propuestas socialistas de mercado indican que no hay ninguna alternativa viable para la competencia de mercado en su carácter de entidad asignadora de capital, trabajo y bienes de consumo en una sociedad industrial compleja.[8]

Resulta tan contradictorio hablar de capitalismo de Estado donde no hay renta del capital porque se carece de propiedad privada, como hablar de socialismo de mercado donde la sociedad no administra los ingresos de sus ciudadanos porque no se exige una propiedad colectiva. Estos conceptos que el marxismo inventó para salvarse de sí mismo, terminaron destruyendo su teoría para salvar su historia. Lo paradójico es que terminaron contagiando a sus adversarios de izquierda y derecha, empobreciendo así, respectivamente, sus argumentos contra el estatismo y el socialismo, y, en ambos casos, debilitando sus defensas contra el colectivismo.



[1] Morris Cohen y Ernest Nagel, Introducción a la lógica y al método científico (Vol. I), Madrid: Amorrortu, 2000, p. 218

[2] Cfr., Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona: Paidós, 2002, pp. 285-286

[3] Cfr., Murray N. Rothbard, Historia del pensamiento económico (Vol. II), Madrid: Unión Editorial, 2000, pp. 412-418

[4] Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Democracia y revolución, Barcelona: Paidós, 1999, pp. 227-229

[5] Cfr., Jesús Huerta de Soto, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, Madrid: Unión Editorial, 2005, pp. 87-92

[6] V. I. Lenin, El Estado y La Revolución, Buenos Aires: Siglo Veintidós, 2000, p. 85

[7] Lucas Beltrán, Cristianismo y economía de mercado, Madrid: Unión Editorial, 1986, pp. 129-130

[8] John Gray, Liberalismo, Madrid: Alianza Editorial, 1994, pp. 133-135