viernes, 1 de junio de 2007

La propiedad privada como libertad y liberación

Hacia una síntesis entre el liberalismo clásico y el anarquismo de derecha.

En esta segunda recopilación de cavilaciones planteo mi casi intuitiva idea de que existe un nexo comunicante, en ambas direcciones, entre el orden espontáneo y el principio de no-agresión. Desgraciadamente los defensores de la propiedad privada en base al primer principio suelen no llevarse bien con los que la defienden en base al segundo. Los primeros acusan a los segundos de conservadurismo estatista, y los segundos a los primeros de constructivismo social. Deberían ver que una realidad no puede subsistir sin la otra: no sólo se evoluciona hacia el principio de no-agresión, sino que a la vez es este principio el que posibilita la evolución misma.
Tomándose en cada caso individualizado, la propiedad privada no es sino la otra cara del reconocimiento de un vínculo entre un bien particular y un individuo particular que debe ser perpetuado defensivamente. Esto no es otra cosa que el principio de no-agresión. Al mismo tiempo no denominamos a cualquier cosa como orden espontáneo, sino sólo a aquel orden complejo que se produce inintencionadamente como fruto de acciones individuales voluntarias no dirigidas, colectiva o parcialmente, a intentar diseñar el orden social. Pero resulta que los individuos actúan voluntariamente cuando sus decisiones son generadas y tomadas en forma autónoma. Cuando se suprimen todos los agentes autónomos, automáticamente es necesaria una fabricación centralizada de la sociedad, y, viceversa, una ingeniería social completa de la sociedad implica la supresión de la toma de decisiones individuales. La voluntariedad en la acción humana depende de la libertad exterior negativa, y ésta a su vez depende de que la toma de decisiones de cada individuo no sea agredida directamente. Esto significa que no debe darse ni alguna forma de coerción psicológica cuya raíz sería el inicio de la fuerza física invasiva, ni tampoco indirectamente a través de la amenaza del inicio de la fuerza física, o sea, de la amenaza de agresión. Pero esto hace dependiente al orden espontáneo de una noción de voluntariedad que, más allá de las discusiones sobre el libre albedrío y el determinismo, será siempre dependiente a su vez del principio de no-agresión. A mayor aplicación de este principio, mayor será la esfera de espontaneidad del orden que queramos "generar". Las postura liberal clásica hayekiana y la anarcocapitalista rothbardiana no deberían ser entonces mutuamente excluyentes, aunque postuladas como están es inevitable. Pero esto es así, creo, por algunos errores en las premisas que, como se ve, no están en sus postulados básicos, sino que por el contrario entran en contradicción con estos.

En todo cambio hay algo que permanece para que podamos afirmar que algo cambia. La propiedad privada ha tomado y todavía hoy toma diferentes formas, pero en todo momento su naturaleza permanece siendo la misma. Veamos por caso la propiedad feudal. Creo que no habría que confundir cierto feudalismo contractual con el estereotipo que tiene la modernidad del feudalismo medieval occidental. El feudalismo puede -o no- ser contractual, pero es importante saber que puede -pudo, de hecho- serlo. Y obviamente no hay verdadero contrato donde uno de los contratantes amenaza al otro con el inicio de la fuerza. Esto es cierto, pero tal amenaza no depende directamente de que los contratantes no tengan fuerza suficiente para aniquilarse mutuamente, sino de que la disparidad de fuerzas se use con ese objetivo. Ahora bien, así como se han elaborado muchos mitos sobre el desarrollo del capitalismo industrial (sobre los mismos recomiendo leer El capitalismo y los historiadores de Hayek y otros trabajos de sus co-autores: La revolución industrial de Ashton, La contratación colectiva de Hutt, El desarrollo de la economía en los Estados Unidos de Hacker o La ética de la redistribución de De Jouvenel), también se han tejido otros tantos sobre el feudalismo, el aristocratismo e incluso el manorialismo (recomiendo Monarquía, democracia y orden natural de Hoppe, Reinado y ley en la Edad Media de Kern, Comunidad y poder y el capítulo “Feudalismo” de Prejuicios de Nisbet, Ciudades medievales de Pirenne y La ciudad de Weber, que es parte de Economía y sociedad), por no hablar de la historia de la propiedad privada (recomiendo Propiedad y libertad de Pipes y La ciudad antigua de Fustel de Coulanges). Como sea, si bien es cierto que las relaciones entre propietarios privados exigen que no medie agresión entre las partes, también es cierto que ha existido defensa de la propiedad privada mezclada con su supresión para individuos específicos, en ciertas áreas, o en todas, como es el caso de los diferentes grados de esclavitud. Pero la esclavitud, así como las formas menos contractuales de feudalismo, son relaciones de coerción o coacción, y por ende extraeconómicas. Defender el derecho de propiedad privada sobre un esclavo también implica el principio de no-agresión sobre el esclavista, pero implica a su vez que el principio de no-agresión se viole sistemáticamente para el esclavo, esto es, contra su derecho a la propiedad privada, su derecho a la defensa contra la agresión. No es la defensa de la propiedad del esclavista contra otro individuo la que posibilita la esclavitud privada, sino su violación selectiva: la posibilidad de institucionalizar la agresión, sea socioculturalmente y por vía consuetudinaria, y/o políticamente -en el concepto restringido de política- por vía del Estado. El hecho mismo de que el esclavista requiera un título de propiedad significa que no tiene dominio sobre la sociedad de la cual necesita un reconocimiento. Su poder también está subordinado al mercado; el problema es que los esclavos están excluidos del mismo, precisamente por no ser considerados humanos con derecho a la propiedad privada, incapaces de ser libres y autónomos. Pero debe recordarse la crucial diferencia con respecto a los “feudalismos” de Estado y las esclavitudes burocráticas asiáticas, cuyas instituciones se sostenían enteramente por la violencia sobre la sociedad, y las posesiones se dirimían no por derechos de propiedad sino por las disputas públicas dentro del poder político y en última instancia según la fuerza bruta disponible. En tal caso el poder no se halla subordinado al mercado sino a la inversa. Veremos por qué esto es importante.

Dentro del poder colectivo (o sea en el Estado en sí mismo) todo está planificado y diseñado. Y cuando el poder colectivo absorbe el orden social (o sea cuando la sociedad civil queda dentro del Estado) entonces toda la sociedad estará siendo planificada y diseñada. Con la planificación revolucionaria y política de la sociedad civil, una ideología reificadora de lo público, como es el marxismo, promete solucionar la subordinación de la organización sociopolítica (de todas sus clases) al orden espontáneo (orden que, dentro de un proceso historicista, confunde con todos los elementos de la historia de Occidente). En parte tiene razón al hablar de tal subordinación y de la forma de solucionarla: la organización social pasa del reino de la necesidad al de la libertad, pero lo que al marxismo se le escapa es que esa “necesidad” no es el producto combinado de la división del trabajo con el desarrollo tecnológico; esa “necesidad” es producto de la acción humana individual que, en un entorno gregario, genera, al confrontar la realidad, tanto la división del trabajo como el desarrollo tecnológico. Parafraseando una vieja frase: el libre desenvolvimiento de cada uno (como individuos) es condición de que no haya libre desenvolvimiento de todos (como organización social). La actividad individual autónoma es la que crea la necesidad que el marxismo quiere solucionar con un constructivismo social, y cuando lo hace, cuando lleva al poder semejante solución, como contracara de hacer pasar a la sociedad del reino de la necesidad al reino de la libertad, pasa al individuo del reino de la libertad al reino de la necesidad. Es ciertamente un mito que el entorno social librado a su suerte condicione en mayor forma las acciones individuales: el orden espontáneo en su conjunto no se ordena bajo coacción violenta ni bajo una cadena de mando y obediencia, sino que en cambio debe excluirlas para existir. Los límites a la actividad individual positiva de hecho existentes en todo orden espontáneo, son puestos, precisamente, por los mismos individuos entre sí, al delimitar interpersonalmente la esfera negativa de las actividades que no implican el inicio agresivo de la fuerza contra la voluntad de otros. Dentro de la esfera de no-agresión los hombres son libres de otros hombres en forma absoluta. Es la liberación individual. Los límites a la actividad individual que sí implican opresión de unos individuos por otros, no son consecuencia de proteger la espontaneidad del orden social ni de “no imponer una planificación liberadora”, sino que, por el contrario, son consecuencia de que, por razones extraeconómicas, no todos forman parte del orden espontáneo (lo que no implica que tal orden sea menos espontáneo). La fuerza que hace posible la esclavitud de unos individuos que no forman parte del orden espontáneo, por otros individuos que sí forman parte del orden espontáneo, es la misma fuerza que el constructivismo social supuestamente liberador amplía e impone a todos los individuos: la violencia.

Para el marxismo en las sociedades no planificadas conscientemente por culpa de que los individuos se encuentran dispersos por la división del trabajo, se forman clases dominantes y dominadas (recuérdese: no se habla de planificadoras y planificadas, ya que la forma de su dominación les es ajena), y todas las clases se encuentran subordinadas por necesidad a un proceso evolutivo de modos de producción ligados dialécticamente al desarrollo de la tecnología, esto es, a las fuerzas productivas. En la visión del mundo que tiene el marxismo, la violencia (la violencia, véase, como medio de apropiación de los miembros de una clase sobre el capital ajeno) no produce la dominación, sino que es la dominación la que produce la violencia. La violencia a su vez es la que produce la explotación, aunque la dominación –a su vez determinada por el progreso histórico- determina la forma de la explotación. En todos los modos de producción la violencia es la explotación misma (plus la violencia pública que estaría al servicio de garantizar el orden social de dicha explotación), salvo en el peculiar caso del capitalismo donde la dominación misma (!) es la explotadora y no la violencia (con lo cual sólo queda la violencia pública para garantizar el orden social de esta supuesta “explotación” históricamente anómala).
Resulta que -y recordemos que el marxismo nunca dice esto con estas palabras, aunque sí con otras- cuando el estatismo absorbe parte de la sociedad (como en el caso socialdemócrata), por la necesidad de subordinarse a la economía todavía se encontraría al servicio de las clases dominantes y dichas clases seguirían condicionadas por su propia posición en la producción gracias a que la evolución histórica no ha sido planificada. En cambio, cuando el estatismo absorbe a toda la sociedad y se vuelve socialismo, todos deben ser violentados colectivamente, todos se vuelven esclavos, y entonces nadie sería esclavo de nadie, porque no hay amos: todos serían libres (¿autoesclavizados?). Las clases dominantes y dominadas, antes sometidas a la inercia de las fuerzas productivas, ahora desaparecen junto con la sociedad civil. Y, para el marxismo -detalle interesante- las clases políticas no tienen autonomía con respecto a la sociedad civil, con lo cual si esta desaparece, también éstas desaparecerían: no podrían transformarse en clase dominante planificadora (esto exige un comentario posterior y que es, además, a donde quiero llegar)
En fin, que para el marxismo la comunidad organizada se libera de las cadenas de la necesidad histórica a través del orden consciente y planificado. Y ese estatismo sólo puede generarlo la clase proletaria obrero-industrial, que no tendría modo de producción propio, que no podría establecerse como futura nueva clase dominante, que es la única que puede sobrevivir y que por ende definiría el fin de la historia, o de la prehistoria. El marxismo hace del orden espontáneo occidental un paso necesario (o una suma de varios pasos necesarios: los modos de producción privados) para el desarrollo de las fuerzas productivas mediante la división del trabajo, pero una vez que éstas se han desarrollado, pretende abolir dicho desarrollo, o sea, dicha división del trabajo. ¿Sería acaso el fin de la creatividad tecnológica? ¿La industria se autorreproduciría sola? Le dejo el tema a Mises quien ha descubierto este talón de Aquiles hace mucho. La cuestión es que, en el historicismo marxista, la clase obrera se transformaría en la totalidad del pueblo, y la totalidad del pueblo en clase política de sí misma, o sea, de sus miembros individuales. ¿Podemos hablar de los esclavos del pueblo? Aparentemente no desde un colectivismo metodológico (no mezclar necesariamente con holismo), pero resulta que incluso así se podría: si lo colectivo es algo diferente a los individuos mismos, entonces los individuos podrían ser esclavos de la colectividad que formaran. El individualismo metodológico, obviamente, dirá que esto es imposible, y en parte es cierto. Bien decía Weber en “El socialismo” que la clase de los planificadores sociales ocuparía inevitablemente el lugar de una dominación política imposible de una clase sobre sí misma. Yo prefiero hacer una síntesis: es cierto que nadie puede ser esclavo sin un amo, pero nos olvidamos que el Estado puede ser un amo impersonal: es público. No importa que su clase política esté formada por todo un pueblo proletario, por una junta de planificación (popular o no popular), por un grupo de burócratas administrativos, por un partido bolchevique o por un dictador socialista. Dentro del poder político colectivo un grupo de seres humanos puede mandar, pero el mando se conserva por el poder, y el poder depende de una fuerza, carismática o física, que es siempre cuantitativa e impersonal. Paradójicamente sólo una entidad colectiva de este tipo puede hacer que el pensamiento humano (que siempre es individual) organice y diseñe toda una sociedad. En cambio en una entidad privada, esto es, ligada a individuos particulares en forma fija por el reconocimiento social (y no a los individuos más fuertes por el reconocimiento comunitario) no puede diseñar a su vez a la sociedad. En pocas palabras: con el poder público uno puede volver el pensamiento humano diseñador artificial de una sociedad, pero dentro del poder público (que es una organización) ya no se puede tener en sociedad una vida privada de acuerdo al propio pensamiento, ya que la sociedad se ha politizado y transformado en una planificación violenta y sistemática de la que nadie, ni siquiera el dirigente, puede escapar. Si el dictador quiere ser libre sólo lo podrá ser mandando. En cuanto deje de mandar la organización lo podrá reemplazar, y todos estarán peleando por el cargo mayor. El poder es su posesión pública, no su propiedad privada. Ya no es el derecho el que reina, sino la fuerza total la que gobierna. El Leviatán deja en soledad al Big Brother -y supongo que más de un dictador totalitario como Kim Jong Il lo sabe por experiencia propia-. La sociedad civil es al orden espontáneo horizontal de los agentes privados, lo que la sociedad política al orden planificado vertical de los agentes públicos. Son casi dos naturalezas subsumidas en una.
Por todo esto, cuidado con las confusiones: no es lo mismo una propiedad privada feudal sobre las armas, que una propiedad pública. La segunda administración es, por lejos, mucho peor y ha llevado, sin necesidad de llegar al socialismo, a un estatismo gracias al cual por primera vez en la historia el oficio de las armas se volvió una extensión directa del poder, burocratizada en términos weberianos, y por ende sometida a una suerte de “tragedia de los comunes” debido a la cual cada Estado luchó –y triunfó- en su absorción de la sociedad civil: con los estados-nación ahora se podía usar de los ciudadanos como carne de cañón para el servicio militar, y siendo todos empleados públicos no tenían interés directo en cuidar o pelear por sus conquistas excluyendo al resto y haciendo de la defensa una elite, sino en conseguir más reclutas por la fuerza (nadie resumió esto mejor que Bertrand de Jouvenel en Sobre el poder). Tampoco es lo mismo poner entre comillas una relación que podría no ser enteramente voluntaria por ambos contratantes, como en el caso de cierto feudalismo, como cualquier otro tipo de relación en el mercado. A menos, claro está, que, como los marxistas, consideremos que puede haber una "coerción económica", no violenta, además de la coerción extraeconómica propia de los otros sistemas económicos: asiático, esclavista, feudal -el cual en realidad no existe porque el feudalismo es una forma de defensa, la producción siempre fue económica, bien potencialmente en el marco agrario-manorial o de facto entre los campesinos independientes, bien sea directamente burguesa, entre empresarios "maestros" y asalariados "oficiales", o fuera de las corporaciones gremiales. Ambos fueron formas restringidas, parasitadas o reguladas, de capitalismo preindustrial y por ende preproletario, y que no llamo "modos de producción" porque en realidad el hecho mismo de la producción y el trabajo útil depende del manejo empresario del capital el cual, como el mercado de precios y salarios, es ahistórico. Burguesía y economía son, en realidad, sinónimos (espero no tener que aclarar que, estrictamente, los burgos, propios del medioevo, son precapitalistas en el sentido moderno, y que llamar ya burgués a un capitalista y/o empresario industrial del siglo XIX es, en el fondo, un error “aceptable”, siendo que el carácter burgués de la actividad comercial y empresaria fue siempre propia de la clase media, con lo cual sobra decir que la definición que estoy usando es amplia, y no inadecuada como suele suceder)

En resumen: sin que medie coerción o coacción, en un marco social de división del trabajo, los agentes individuales de una sociedad sólo pueden proponer los propios fines individuales a cambio de satisfacer otros fines individuales. A menos, claro está, que pretendan apropiarse de toda la sociedad y por ende hacerse cargo de ella y organizarla (ser socialistas), o apropiarse de parte de sus intercambios y parasitarla (ser estatistas). Y esto es así porque los individuos difícilmente pueden ser unidades autosuficientes, y sus potencialidades creativas sólo pueden volverse en acto en un marco, primero gregario y luego social, que desarrolle una formación cultural evolutiva. Es decir, la sociedad, en sus márgenes no estatizados, es producto de acciones individuales que no planifican pero espontáneamente generan un orden, el que a su vez, por su existencia, posibilita el desarrollo del lenguaje y la cultura y, por su adaptación institucional al comportamiento individual, posibilita la autocreación de dichos fines personales. En la medida que la sociedad, que siempre fue producto espontáneo evolutivo de las acciones interpersonales, subordina los fines individuales a un constructivismo colectivo, cesa de evolucionar. Los tribalismos colectivistas, y los "modos de producción asiáticos" -como los llamara Marx-, son la prueba.

Cabe agregar que los Estados son unidades, que más que menos, "esencialmente" autosuficientes -en términos de la filosofía política clásica, antigua pero en muchos aspectos bastante más madura que la moderna-. No forman parte de ninguna división del trabajo, con lo que sus acciones intencionadas no producen un orden social inintencionado que sea a su vez la base en la cual subsisten como unidades individuales. De hecho las relaciones socioeconómicas se dan mayormente entre los individuos de los diferentes estados más que entre los estados mismos. Estos últimos, como mucho, podrán comerciar tal o cual cosa pero su intercambio no será connatural a su existencia. En cualquier caso, el poco orden espontáneo que se generaría sería por fuera de los estados, no dentro. El orden espontáneo dentro de los estados -dentro de la división del trabajo- es el que importa, y éste depende de las posibilidades que den esos estados a sus miembros, y en tanto lo hacen reducen su esfera de actividad dando espacio a lo que llamamos sociedad civil. Ahora bien ¿qué sucede con las unidades individuales dentro de los estados? Pues bien, son unidades sociales cuyos fines individuales se orientan en relación con otras acciones individuales. No se comparan con los estados porque no son unidades armadas que pudieran generar micro-estados menores autónomos en conflicto (de hecho las unidades armadas con pretensiones de no subordinarse al marco espontáneo del mercado son las que dieron origen a los estados, hecho más que probable en economías de poco intercambio y bajo grado de especialización en la división del trabajo). Al no serlo, no pueden imponer sus fines individuales sistemáticamente al resto (lo cual a la larga requeriría que el agente agresor se convirtiera en jefatura responsable de una comunidad organizada y por ende en un Estado a la larga codependiente). Las mafias, a diferencia de las guerrillas, son productos casi reactivos del Estado: parecen semi-estados pero intentan ser anti-estatales, pretenden un espacio de monopolio de la violencia pero no lo exigen completamente, ya que no pretenden planificar el espacio de la sociedad en la que actúan. Son un producto de una prohibición por parte del Estado de relaciones interpersonales en las que no se involucra el inicio de la fuerza o la amenaza del inicio de la fuerza (véase el ejemplo clásico de la “ley seca” en Estados Unidos u hoy la prohibición de la venta de estupefacientes). O sea, la prohibición violenta de relaciones contractuales, en vez de la prohibición violenta de relaciones violentas. Estas últimas relaciones se definen por la subordinación necesariamente violenta de unos individuos a otros, mediante la subordinación de unos fines individuales cuya realización depende de medios creados por quienes elaboran los fines, a los fines de otros individuos que no los crearon.
En pocas palabras, las mafias son una adaptación al mercado, por fuera de la ley. El Estado entra en conflicto con el orden espontáneo, y el orden espontáneo genera sociedades armadas conflictuales, pero cuyo único fin es combatir el espacio coactivo del Estado en una esfera particular. Al servir al mercado, estas sociedades reciben recursos para subsistir mediante la violencia, que fácilmente pasa de ser defensiva a agresiva, pero que no tiene por naturaleza la intención ni la capacidad de reemplazar al Estado, y cuya existencia se subordina, en última instancia, a cierta demanda insatisfecha del mercado por culpa de las restricciones del Estado.

Mises no llegó a aceptar la idea de abolir el Estado, pero su rechazo de la anarquía -casi entendida como caos- partía de la creencia en que no había otra forma de evitar una violencia mayor que con una violencia menor plausible de ser monopolizada. Más precisamente, su razón era la creencia de que la defensa, esencial para el mercado, era un bien público cuya naturaleza era la administración burocrática contra la administración empresarial. Su espacio era ése y sólo ese. Como fuera, sería un falacia no formal considerar que no se puede ser a la vez “ancap” y miseano -en el sentido del pensamiento general de Mises como se presenta en La acción humana- sólo porque Mises no quería acabar con el Estado. La cuestión es más complicada, y precisamente la posición de Mises, dentro de la Escuela Austríaca, conecta bien con las correspondientes de Hayek y Rothbard, no por su neutralidad sino porque contiene potencialmente la posibilidad de la unificación de éstas.

Todos están en contra del inicio de la violencia y en base a la naturaleza defensiva de la propiedad privada defienden esta noción extendiéndola a la apropiación.
Los anarcocapitalistas, con razón, le dicen a los liberales clásicos que incluso el Estado mínimo inicia la violencia, ya que para asumir el rol de agencia única de defensa presupone que la defensa es un bien público y que por ende no puede ser subordinado al mercado sin evitar el problema del free-rider, lo que se solucionaría violando el principio de no-agresión, que es la base misma del orden espontáneo, para... poder sostener la defensa del orden espontáneo. Y resulta que aceptar como solución que, no pudiendo los individuos decidir no tener un Estado, la imposición de éste se volvería voluntaria para los individuos mediante la participación colectiva en una sociedad con una constitución republicana… ¿cómo se vigilaría? Siendo protegida por un Estado democrático… un Estado democrático vigilado a su vez por una constitución republicana. La última palabra podría estar entonces en élites o en la masa, pero nunca en los individuos mismos. Por ende esta misma idea sería potencialmente autocontradictoria con los principios mismos del liberalismo clásico.
Ahora veamos qué pasa del otro bando. Los liberales clásicos, también con razón, le dicen a los anarcocapitalistas que la violencia preexiste al Estado, y que no hay forma de establecer un sistema de contratos pacíficos entre los individuos sin un marco común legal. Por ende si no se contempla una forma evolutiva de adaptación de la violencia al mercado, según la cual todas las propuestas de tipo rothbardiano se vuelvan provisionales y giren alrededor sólo del principio de no-agresión, entonces se requeriría un modelo utópico de sociedad sin Estado, y eso sería reconocer que habría que rechazar la idea de orden espontáneo, y, siendo su base el principio de no-agresión, esto sería ir contra los mismos principios de voluntariedad en las relaciones interpersonales feudo-burguesas del anarquismo de derecha.
¿Dónde está el error? Si se fijan bien en ningún lado. Se desorientan por la perspectiva, cuando deberían aprovecharla orteguianamente: los liberales clásicos confunden marco común con público, por lo cual no pueden imaginar uno en un sistema de agencias de defensa privada subordinadas al egoísmo racional objetivo del respeto a la propiedad ajena en función de los beneficios del mercado (conviene comerciar a conquistar además de que la ley hace un feedback con el mercado), y los ancaps confunden Estado con socialismo y su supresión con la abolición de toda violencia y con la perfección de la naturaleza humana, por lo cual casi parece no pueden diferenciar a Singapur de Corea del Norte, y así terminan perjudicando, por ejemplo, una política exterior esencialmente no estatista, que sólo aumenta el poder geopolítico de un Estado mayormente liberal y conservadoramente delimitado, lo que es el mal menor en comparación a beneficiar a diversos totalitarismos nacionales militarizados que extienden el estatismo por vías terroristas o populistas.

La síntesis liberal, creo, está en la naturaleza de la propiedad privada. Por eso no se trata de buscar la abolición del Estado, sino su absorción ordenada por parte de la sociedad civil, mediante las mismas fuerzas del mercado. Si su naturaleza era contradictoria con el mercado o no lo era, se probará evolutivamente. No hay por qué desesperarse en un sentido o en el otro. La solución se hace en función de la propiedad privada, y por eso la postura debe ser antes que nada privatista. Si este principio se perjudica, se retrocede y se busca una solución mejor, y se sigue adelante. El principio de no-agresión y el orden espontáneo son aquello "social" que no cambia en el cambio, pero que hacen el cambio creativo "interpersonal" posible, esto es, la fórmula que hace posible la sociedad abierta como la percibieron Henri Bergson y Karl Popper. En pocas palabras: evitar el dominio del poder en las relaciones humanas, mediante una legislación general contra la violencia.