domingo, 31 de diciembre de 2006

Capitalismo de Estado y socialismo de mercado como atajos ideológicos

“Capitalismo de Estado” y “socialismo de mercado” son esas consignas talismánicas que logran desviar el juicio crítico hacia la potenciación de ciertas preconcepciones culturalmente establecidas. Son adoptadas incluso por quienes ven perjudicadas sus posiciones políticas debido a la generalización de estos prejuicios, pensando muchas veces que les benefician. ¿Por qué son acríticos estos conceptos? Porque así lo posibilitamos. No tendrían por qué serlo. El mainstream socialista es el telón de fondo que los hace posibles. ¿Por qué estos conceptos generalmente inclinan la balanza en un solo sentido? ¿Por qué son falsos? ¿Por qué es importante desecharlos? Intentaré explicarlo a lo largo de este artículo.

Hagamos un paralelismo con la falacia de la pregunta múltiple, sólo a modo de analogía, porque será útil para demostrar lo que realmente sucede cuando se usa este tipo de conceptos retóricos. Veamos la definición de este tipo de falacia:

En la medida en que toda pregunta solicita una información, en lugar de darla, no es una proposición, y no puede ser verdadera ó falsa. Pero hemos visto que el significado de las preguntas depende de las suposiciones implícitas. Por ejemplo, la pregunta: “¿por qué los muchachos se parecen a sus tíos maternos más que a los paternos?”, da por supuesto dicho parecido. […] Mediante este procedimiento, a menudo infiltramos en nuestras preguntas proposiciones falsas y luego procedemos a probar otras con su ayuda. Cuando discernimos la falsa suposición contenida en la pregunta, advertimos que tales pruebas son ilusorias y no tienen fuerza lógica alguna. En los interrogatorios, los abogados suelen tender trampas a los testigos, haciéndoles dar testimonio (y por ende, probar ante el jurado) de una proposición falsa que ellos introducen como parte de una pregunta; ya sea que la respuesta fuere afirmativa o negativa, implicará admitir algo que el testigo no admitiría si se planteara el punto de manera directa[1].

Ahora veamos qué ocurre con un oxímoron como “capitalismo de Estado”. Se utiliza comúnmente en el contexto de la defensa del concepto de “socialismo”, para amnistiar a este frente a cualquier acusación dirigida contra las realidades que imperaron bajo el llamado “campo socialista” soviético, e incluso contra las que hasta no hace mucho regían bajo la influencia del “socialismo árabe”.

Ante el fracaso económico y político de la Unión Soviética, e incluso ante el fracaso de sus satélites, como Cuba y Alemania del Este, se nos contesta con frecuencia: “eso no fue socialismo, sino capitalismo de Estado”. Esta muletilla no es nueva: fue utilizada por los estalinistas y los maoístas contra el burocratismo de Kruschev en adelante, la utilizaron los trotskistas contra Stalin, la utilizan muchos marxistas incluso contra Lenin y contra todo el régimen soviético, por no hablar de ciertas izquierdas postmodernas que quieren ser marxistas sin historicismo y colectivistas sin partido único. No tiene caso destacar lo contradictorio que es todo esto con respecto al marxismo, y cómo, si se adapta esta doctrina a las hipótesis conspirativas ad hoc que explicarían el fenómeno del “capitalismo de Estado”, resulta que del materialismo histórico nos queda poco menos que nada[2]. Lo que importa es señalar el núcleo de este recurso retórico y explicar su funcionamiento.

Cuando comentamos las fallas teóricas y prácticas de un sistema socialista y se nos contesta que dicho sistema no es en realidad “socialista” sino “capitalista de Estado” porque, por ejemplo, existiría una “nomenclatura poseedora de los medios de producción”, hay varios supuestos previos que ningún opositor al socialismo podría aceptar conscientemente, pero que sin embargo a un nivel inconsciente jamás fueron refutados y sirven de palanca para que la réplica funcione. Si intentamos refutar la contestación sin responder a estas presuposiciones, ya estamos aceptando, por ejemplo y para empezar, que puede existir algo como “capitalismo de Estado”, estamos aceptando que el “capitalismo” es algo malo (y que el problema no es el Estado), estamos aceptando que capitalismo es sinónimo de “posesión por una minoría de los medios de producción”, que el socialismo sería “posesión por una mayoría de los medios de producción” (como si fuera poco estaremos aceptando que esto último es per se algo bueno), y, además, estaremos olvidando el carácter esclavista que, en términos marxistas, tendría la transformación socialista del trabajo en propiedad colectiva si acaso fuera administrada por una clase separada, y le estaríamos atribuyendo al capitalismo la posibilidad de incluir dentro de sí este carácter de -continuando con la terminología marxista- cuasi “modo de producción asiático”. O sea: un estatismo esclavista también sería capitalismo porque sería esclavista. De hecho, al confundir todas estas definiciones, lo que la izquierda logra es sumergir al interlocutor nuevamente en el prejuicio generalizado según el cual la explotación se define, no por el hurto de una propiedad predefinida, sino por la desigualdad social entre grupos con diferentes formas de ingreso económico. Y logra impedirnos siquiera pensar el hecho de que la explotación es una expropiación del trabajo ajeno, y que podría darse en una sociedad sin clases, que el socialismo podría ser fácilmente compatible con esta explotación, y que a su vez esta explotación socialista podría darse sin o con una sociedad con clases.

Lo que logra la simplificación de este burdo igualitarismo social es nada menos que demostrar cómo los prejuicios marxistoides han calado hondo en las consciencias de sus opositores. En cualquier otra situación, ante una objeción tan espuria como: “pero el régimen X no era en realidad socialista sino capitalista de Estado”, la respuesta habría sido: “ojalá así hubiera sido, pero es difícil de encontrar un Estado interesado en vender productos con su propio dinero, en vez de expropiar a sus clientes”. Pero no; enseguida frente al concepto de “capitalismo de Estado” es frecuente situarse a la defensiva y, aunque parezca broma, tomar posición no contra el término “Estado” sino contra la palabra “capitalismo”. Si alguien nos dijera: “eso no fue socialismo, sino estatismo” veríamos la trampa mucho más fácilmente: ¿por qué es contradictorio el estatismo con el socialismo? ¿Acaso no puede haber un socialismo de Estado? Es cómico, pero resulta que terminamos viendo como más probable la existencia de un “capitalismo de Estado” que la de un socialismo de Estado. Si vemos dentro de un sistema socialista la conformación de una clase económica burocrática deberíamos preguntarnos ¿acaso puede ser de otra forma? No es necesario diferenciar socialismo del subconjunto del socialismo obrero, para comprender que incluso este último requeriría de toda una clase de funcionarios públicos administrativos; sin contar que, en realidad, en un sistema socialista todos los empleados serían empleados públicos, y por ende apenas diferentes en su forma de trabajo a la de sus administradores, los funcionarios asalariados (no es extraño que una frase aparentemente común entre los obreros rusos haya sido: “nosotros hacemos como que trabajamos y ellos hacen como que nos pagan”)

Pero volvamos a la cuestión anterior: si acaso se nos ocurre aceptar la definición caprichosa según la cual llamamos “capitalismo” a cualquier sistema con una clase poseedora de los medios de producción, y así lograr el efecto psicológico de, por un lado, bastardear el individualismo empresarial “burgués” y todas sus características reduciéndolo a la mera existencia de clases sociales, y por el otro asociar todas las características del capitalismo (mercado libre, producción para el consumo, propiedad privada de los medios de producción) a cualquier sistema no-capitalista: esclavista y/o estatista, lo único que logramos es criminalizar al capitalismo por los pecados de sus enemigos, y encima afirmar que esos enemigos son realmente malos porque son capitalistas.

Sin duda el capitalismo implica una sociedad con clases, pero ¿son acaso el problema de los regímenes colectivistas la existencia de clases sociales? ¿o lo es la violación sistemática de la propiedad privada con independencia de que forme o no clases sociales? Suponiendo que la existencia de las mismas implique propiedad privada -que como veremos más adelante no es así- ¿significa acaso que el respeto de la propiedad privada es la causa de los males de los regímenes colectivistas y no su supresión? Si se supone que la explotación es el problema, también en este caso se termina presuponiendo que su abolición depende de un establecimiento pleno y sin fisuras de una propiedad colectiva, y no por el contrario de un derecho pleno a la propiedad privada sobre los logros personales.

Podríamos concluir que, al definir al capitalismo como explotación, si rechazamos la teoría marxista del valor por tiempo de trabajo, el socialismo obrero sería “capitalista”. Y, si definimos capitalismo por propiedad de los medios de producción por parte de una minoría, entonces el burocratismo soviético sería un “socialismo capitalista”.

La única forma con la que los socialistas pueden solucionar este problema es simplificando la cuestión al máximo: capitalismo será, a la vez, la explotación de una mayoría por parte de una minoría (nunca a la inversa) y la propiedad de los medios de producción por parte de esa misma minoría, y socialismo será la abolición de toda explotación y la propiedad de los medios de producción en manos de todos. ¿Es esto así? ¿Es esta asociación inevitable? No necesitamos adentrarnos en la discusión acerca de qué es explotación y qué no lo es. La teoría marxista y la austríaca tienen posiciones encontradas al respecto[3]. Pero para lo que deseamos explicar baste decir que se puede explotar sin poseer los medios de producción. Luego, una cosa no implica necesariamente la otra. ¿Es pensable que los medios de producción terminen en manos de una minoría no explotadora? Sí, bien sea porque no se acepte la teoría del valor-trabajo de Marx y Engels, bien porque, aun de aceptarse el obrerismo marxista, se suponga –haciendo un ejercicio mental para cubrir la posibilidad– que la mayoría viva sin trabajar –en el sentido marxista: manualmente– a costa de los que poseen y trabajan –también en sentido marxista– dichos medios de producción. También la propiedad de los medios de producción en manos de todos no aseguraría contra la explotación, si acaso la posesión total exigida es una condición forzosa con independencia del hecho de que no todos sean sus creadores. ¿Pueden terminar estos “medios de producción en manos de todos” posibilitando la existencia de una “democrática” mayoría explotadora? Sí, y esta situación -no tan hipotética como parece- sería teóricamente aceptable incluso para los marxistas.

Si no necesitamos la propiedad en manos de todos para abolir la explotación, sino que por el contrario podría posibilitarla, entonces no necesariamente habrá explotación allí donde todos no tengan medios de producción. Vimos que, si somos marxistas y pensamos que el trabajo obrero es la fuente del valor y no los bienes creados por el trabajo, entonces, o bien todos deberían tener medios de producción –ya que de otra forma los obreros trabajarían para quienes los proveyeran de capital–, o bien la minoría debería hacer todo el trabajo manual en lugar de la mayoría. Y vimos que, si no somos marxistas y pensamos que los bienes creados son la fuente del valor, entonces no tenemos por qué pensar que hay explotación donde no todos tengan medios de producción.

Volvamos entonces a las definiciones. ¿Es socialismo que todos tengan medios de producción? La respuesta es: no. Socialismo es algo más específico, y así es que nos acercamos a su verdadera definición. El socialismo significa, en principio, que la sociedad de todos los individuos posee todos los medios de producción. Es una posesión conjunta y colectiva. Pero es algo más: es una posesión independiente de sus miembros. No es posesión fruto de la asociación de propietarios asociados. Es posesión de la sociedad a la que los individuos se asocian. No es una diferencia sutil, sino abismal: es la diferencia entre el individualismo y el colectivismo. El socialismo implica una propiedad colectiva, y no hay socialismo completo sin una colectivización completa. Quien propone colectivismos obreros separados, por ejemplo fábrica a fábrica, de lo que estará hablando es de socialismos múltiples dentro de una misma sociedad, pero no de una sociedad socialista.

Por otro lado, cualquier socialización se aplica sobre un conjunto determinado con independencia de sus miembros. Por ejemplo, si se establece como bien social un club, luego participarán de la propiedad colectiva quienes sean miembros del club, pero el control común será no de los miembros fundadores del club sino de los miembros que participan en el mismo de alguna forma, y en tanto miembros. No sucede lo mismo en una sociedad comercial o en cualquier otra asociación libre. En esta asociación los miembros crean un ente que manejan en conjunto y que funciona socialmente, pero que en una última instancia es de los particulares. Es propiedad privada, y como tal responde a propietarios individualizados con nombre y apellido. El control está, por derecho, en los asociados creadores, y no en la asociación misma. Si un individuo se desprende de la sociedad alterará la naturaleza de lo que la asociación posee. En una asociación libre cada miembro compró una parte de la propiedad conjunta, y aunque la administra en sociedad, ésta sigue siendo de cada uno en parcelas definidas y convertibles a una propiedad dividida. Esta es la diferencia entre una asociación y una socialización, entre las sociedades privadas y las públicas.

Entonces: ¿es capitalismo que unos pocos tengan medios de producción? Tampoco. Sólo la propiedad privada hace posible la renta del capital, y sólo los ingresos limitados a la misma hacen posible tanto la tendencia a su acumulación como el predominio del criterio de dirección empresarial en lugar del burocrático, esto es: la búsqueda creativa de nuevos mercados en vez de la provisión de raciones, el estímulo del lucro en lugar de los salarios administrativos. El capitalista tiene su propia fortuna en juego. El socialista tiene la ajena.

Ni siquiera se pueden tomar en consideración las desigualdades económicas para considerar la existencia de desigualdades sociales en los regímenes marxistas:

[…] La desigualdad económica [socialista], comparada a la desigualdad occidental, es de tipo diferente. Esta desigualdad, en el sistema soviético, está unida a la función y no a la persona: es una desigualdad de renta y no de capital. Casi no existen posibilidades de desigualdad importante de capital en la Unión Soviética, pues el capital privado apenas tiene lugar.

Tomaré un ejemplo sencillo. Se sabe que el director de empresa, en la Unión Soviética, tiene un gran número de facilidades que hacen su vida comparable a la de un empresario occidental: puede contar con un chalet, un automóvil, una renta importante e incluso con algunas cosas más. Hay, en cada empresa, un fondo de primas de rendimiento de la productividad, constituido por las cifras entregadas a la empresa cuando los resultados obtenidos son superiores al Plan, eso que vulgarmente llamaríamos ganancias, aunque el mecanismo sea algo distinto. Ahora bien: de dichos fondos o primas el director de la empresa recibe una parte considerable, pero estas ganancias van a sus manos sólo en tanto que su función de director de empresa se mantenga. Por otra parte, ni el chalet ni el automóvil ni ninguna otra cosa son su propiedad privada. Por consiguiente, las desigualdades en las formas de vivir son comparables, tal vez un poco menos acentuadas, a las desigualdades occidentales –pero son desigualdades de función.

[…]

Sea lo que fuere, la desigualdad unida a la estructura burocrática y a la jerarquía burocrática de la sociedad es una desigualdad que puede ser considerable: la jerarquía de los salarios puede ir de 1 a 40. Pero es perpetuamente revocable en el sentido de que se puede fracasar y de que no puede ir tan lejos como la desigualdad debida a la acumulación privada de capital.

La cuestión a plantear desde ese momento es la siguiente: una sociedad de este orden, ¿conlleva o no a la reconstitución de las clases sociales?

Como es habitual, esto depende del sentido que se le dé a la palabra «clase». Si, siguiendo a Marx hasta el final del El capital, se definen las clases por el origen diferente de las rentas, la respuesta es muy sencilla: no hay clases sociales en la Unión Soviética. No hay clases porque todas las rentas de todos los miembros de la sociedad tienen el mismo origen, que es la renta del trabajo, el salario o el sueldo. Hay, naturalmente, desde que existen empréstitos, determinadas rentas de los empréstitos, pero esto no trae muchas consecuencias y no desempeña ningún papel importante. Por otro lado, si se ha dicho de una vez y para siempre que el origen de las ganancias es la plusvalía en un sentido marxista, es bastante claro que no hay plusvalía en la Unión Soviética. En un sentido estrictamente marxista es válido decir que la sociedad soviética no entraña clases en el sentido occidental del término, ya que es una sociedad homogénea desde el punto de vista del origen de las rentas.

Pero si tomamos la palabra clase en otro sentido, distinguiendo las clases sociales según su manera de vivir, según el nivel de las rentas y según la distinción social o moral entre los diferentes grupos, en este sentido creo que hay distinciones de clases en la Unión Soviética, pero distinciones infinitamente más simples que en las sociedades occidentales. Hay, en el fondo, la distinción más clásica en la mayor parte de las sociedades históricamente conocidas, esto es, la distinción entre el grupo superior, aquel que ejerce las funciones de dirección, los ejecutantes medios y las masas populares, o sea: la distinción ternaria clásica entre lo alto, lo medio y lo bajo.[4]

El capitalismo es la propiedad privada de los medios de producción y el socialismo la propiedad pública de los medios de producción. La cantidad de los participantes en una u otra forma de propiedad no le da a las mismas el carácter de “privada” o de “pública”.

Lo “público” no equivale a “todos y cada uno” sino a la totalidad colectiva de un grupo independientemente de sus integrantes, esto es: el grupo es quien tiene el derecho de propiedad, y quien llegue a la cabeza de la administración decide la posesión eventual que se asigne a los individuos. Lo “privado” no equivale al “conjunto de unos pocos” sino a los individuos particulares independientemente de su cuantía, esto es: los individuos tienen derechos de propiedad, y todos los bienes considerados, independientemente del uso, tienen asignado un individuo particular.

Lenin tuvo el cinismo de continuar la definición de Estado como maquinaria sólo útil para la represión de una clase por otra, mientras que simultáneamente la proclamaba como el único instrumento a través del cual la sociedad podía administrarse colectivamente a sí misma. A través del colectivismo total socialista el pueblo proletario debía ejercer, no sólo la propiedad sobre los medios de producción, sino además la represión de los obreros disidentes, o sea, la vigilancia del proletariado sobre sí mismo para forzarse a cumplir con la ideología de la lucha de clases. En El Estado y la revolución repite la carta de Engels a Bebel, en la cual Estado y libertad son tratados como antónimos, mientras que acto seguido amplía la propuesta de represión, del reducido margen de los adversarios de las clases enemigas, hacia el eterno horizonte de los adversarios entre las clases “populares”, aclarando inclusive que esta persecución estatal no culminaría con la desaparición de los capitalistas expropiados, sino con una condición: que todos estén dispuestos a acatar las “reglas de convivencia” de la sociedad socialista por costumbre, esto es: la obediencia, sin secesión posible y no contractual, de todos los individuos a la dirección centralizada del “pueblo entero” que organizaría todas las relaciones sociales. ¿Y qué sucede con el Estado en la transición hacia el comunismo con respecto a la tutela de la administración sobre la economía? No se sabe, pero nada se nos dice al respecto, sólo que ya no se llamará “Estado”. La cuestión es que en el comunismo la planificación central continúa -como no podía ser menos- estando en manos de una organización centralizada.

Debemos recordar que si la única forma que el marxismo concibió para que el “pueblo organizado” controlase la economía fue ni más ni menos que mediante esa “máquina especial de coerción” que es el Estado, es porque el colectivismo total -del cual todos los obreros individuales serían asalariados- no puede sostenerse sin una intervención permanente y agresiva de la dirección central sobre la vida económica de los ciudadanos socialistas[5], sea que se acepte por la violencia o por “costumbre”.

En cualquiera de las “dos fases del comunismo” la relación entre “administración popular” y obreros individuales es netamente disciplinaria. Aunque el marxismo y su ya oxidado magisterio leninista pretendan esquivar el problema, lo cierto es que la inclusión progresiva de todos en esta democracia totalitaria no reduce la necesidad de la misma. La obediencia plena a la dirección democrática no cambia el hecho de que dicha dirección permanezca como una necesidad perenne. Por esto es que Mises burlonamente aclaraba que, a menos que se trate de la abolición de la división del trabajo, no hay diferencia entre socialismo y comunismo. Aun cuando de alguna mágica forma jamás realizada los “obreros armados” llegaran a “sustituir” a los “burócratas” en la contabilidad y el control de la producción, a la hora de volver a sus casas donde deberán obedecer dicho control, alguien tendrá que quedarse en el ministerio de planificación para seguir dando las órdenes: un funcionario público inevitablemente estará controlando la economía. No se puede trabajar y vivir en asamblea simultáneamente.

En cualquier caso fue dentro de estos términos que Lenin describió al socialismo, y ciertamente no dejó mucho lugar para confusiones:

Contabilidad y control: eso es lo principal que se necesita para “poner a punto” y hacer que funcione bien la primera fase de la sociedad comunista. En ella, todos los ciudadanos se convierten en empleados a sueldo del Estado, el cual no es otra cosa que los obreros armados. Todos los ciudadanos pasan a ser empleados y obreros de un solo “consorcio” del Estado, de todo el pueblo. El quid de la cuestión está en que trabajen por igual, observando bien la medida de trabajo, y reciban por igual. El capitalismo ha simplificado en extremo la contabilidad y el control de esto, reduciéndolo a operaciones extremadamente simples de inspección y anotación, al alcance de cualquiera que sepa leer y escribir, conozca las cuatro reglas aritméticas y pueda extender los recibos correspondientes.

[…E]ste control será realmente universal, general, del pueblo entero, y nadie podrá eludirlo, pues “no tendrá escapatoria”.

Toda la sociedad será una sola oficina y una sola fábrica, con trabajo igual y salario igual.[6]

Es un hecho admitido por Marx que el poder público no desaparecerá en el socialismo, pero resulta que tampoco éste podrá perder eso que los marxistas llaman “carácter político”. Si difícilmente podría hacerlo un movimiento socialista que pretende crear una “economía” que requiere el uso permanente de la fuerza, mucho menos podrá hacerlo una ideología clasista, que exige el uso de esa fuerza por parte de una clase personificada en el poder público, mientras la ejerce sobre sus miembros que individualmente personifican a las clases enemigas.

Cuando se habla de capitalismo de Estado o de socialismo de mercado se suele olvidar que, de aceptarse, habría dos opciones restantes: capitalismo de mercado y socialismo de Estado. Luego sería inevitable preguntarse cual es la distinción esencial y causal entre el capitalismo de mercado y el de Estado, entre el socialismo de Estado y el de mercado.

Habría que preguntar a quienes pretenden dislocar al mercado del capitalismo y al Estado del socialismo: ¿qué es el Estado y qué es el mercado? ¿En qué se diferencian, cómo y por qué? Ambos conceptos obligarían a pensar en la cuestión de la propiedad, en las diferentes –pero relacionadas– dicotomías privado-público, individual-colectivo, particular-social, personal-comunal, y llevarían a preguntarse por qué resulta que están inevitablemente ligados, entre sí, el individualismo, la división del trabajo, la propiedad privada, el mercado y eso que para bien o para mal damos en llamar capitalismo.

A manera de síntesis: un sistema colectivista total no deja de ser socialista para ser capitalista porque coexistan clases sociales o económicas; si hay clases sociales no necesariamente será capitalista, pero si es capitalista, entonces no podrá ser de Estado; si es parcialmente de Estado -ya no será colectivista- será parcialmente no capitalista, y si hay clases sociales subsidiadas o privilegiadas por el Estado, entonces, o bien desde un principio no eran capitalistas sino que obtenían sus ingresos por otros medios, o si lo eran ya no actuarán como capitalistas; si el sistema es completamente de Estado será socialista, y entonces habrá clases de otro tipo, pero no sociales; si hay socialismo no habrá clases sociales pero podrá haber económicas, pero no será la existencia de estas últimas las que harán al socialismo explotador -con mucho las superiores serán las menos perjudicadas-, ya que aunque no las hubiera, toda administración socialista que redistribuya con criterios socialistas el trabajo individual, subordinándolo a metas colectivistas, será un sistema de explotación mutua permanente, en especial si es igualitarista -acéptese la teoría del valor que se acepte-; finalmente, si hay capitalismo no habrá administración de Estado, en cambio habrá clases sociales, ninguna desprovista del carácter defensivo de la propiedad privada, y precisamente por eso, si no se acepta la teoría marxista del valor por tiempo de trabajo, no habrá explotación.

Pero aceptemos, en aras de la demostración, la antojadiza evasión pseudomarxista por la cual un sistema colectivista en el que existan clases económicas no es socialista sino una contradicción en términos como es el "capitalismo de Estado", pues bien, entonces, en tanto capitalista, y de no poder probarse la teoría marxista del valor, no será explotador, por muchas clases que posea. Y a la inversa, un sistema colectivista, en el que no existan clases económicas, será socialista y, precisamente por eso, explotador, se acepte o no la teoría marxista del valor, ya que, paradójicamente, la inexistencia de dichas clases económicas probará que se remunera igualmente desiguales funciones laborales (precisamente lo que la delirante isomanía marxista-leninista ensalza como el gran logro de la fase superior del comunismo). Pero lo más importante es que, rechazada dicha teoría, el socialismo se vuelve intrínsecamente explotador en el instante que, por eliminar la propiedad privada, prohibe al creador de un capital la renta por el mismo, al asalariado la venta de su trabajo por su valor a través de un mercado laboral libre imposible de emular, y al empresario su misma existencia como agente creador.

Hay todavía pensadores socialistas que pretenden esquivar este problema con empresas distintas, que en realidad no son socialistas:

El caso más importante es el de las que hasta hace poco se llamaban cooperativas de producción y ahora se tiende a llamar empresas autogestionarias. Unos trabajadores prefieren ser sus propios empresarios, logran ponerse de acuerdo para aportar sus capitales, organizar una empresa y trabajar en ella. Las doctrinas de la economía de mercado no tienen nada que objetar. Con sólo dos condiciones: que la entrada en la cooperativa o en la empresa autogestionaria sea plenamente voluntaria, y que esta empresa no exija ni pida privilegios legales de ninguna clase, como serían ventajas tributarias o situaciones monopolistas [...]. Hay obreros que prefieren trabajar en una empresa cooperativa, aunque en ella obtengan ingresos inferiores a los que podrían tener en una sociedad anónima, y hay ejecutivos que prefieren serlo en una cooperativa, aunque tengan remuneración inferior a la que les pagaría otra empresa. Si la cooperativa puede organizar un proceso de producción tan bien como las empresas de otra clase, sin duda aumenta el bienestar y la felicidad de todos. Pero si las empresas cooperativas, para poder subsistir, logran impuestos inferiores a los de las demás empresas o el monopolio en algún mercado, reducen el bienestar general y abren el camino a la petición de favores del poder público, lo cual es una fuente de corrupción y de baja productividad.[7]

La propiedad pública, por reducida que sea, obliga a compartir los bienes a los nuevos miembros, alienando a los existentes del capital creado. Es por esto que, a mayor comunidad de bienes, menor es la tendencia al éxito en el mercado libre debido a la cristalización burocrática, y por ende una mayor tendencia al subsidio, a la nacionalización estatal y finalmente al colectivismo socialista completo. Todas las propuestas al respecto sostienen la defensa de un subsidio estatal, o bien pseudoformas mutiladas de propiedad privada, reducidas a la asignación arbitraria de derechos a los bienes asociados a la ocupación y al uso, irreconocibles si no es por una dirección colectiva, combinadas con créditos obtenidos por vía inflacionaria. Hasta un semisocialismo fragmentario tiende a un socialismo químicamente puro que finalmente exija cooperación de parte de quienes no desean participar en él:

En las últimas décadas, el pensamiento conservador ha manifestado una menor hostilidad hacia las instituciones de mercado y, de manera creciente, ha llegado a ver en las libertades de mercado un apoyo para el orden espontáneo de la sociedad que los conservadores tanto aprecian. En contraste, el pensamiento socialista se ha tomado su tiempo para avenirse con el carácter indispensable de las instituciones de mercado, viendo en ellas síntomas de desperdicio y desorden de un fracaso culpable de la planificación central. De hecho, ha surgido una escuela de pensamiento de mercado socialista, en deuda con John Stuart Mill, por lo menos tanto como con Marx; ésta concibe la cooperativa de trabajadores como institución central de producción en la economía socialista, siendo la competencia de mercado la que determina la asignación de recursos a las cooperativas. En su aceptación realista del papel del mercado como factor de asignación, la nueva escuela de pensamiento representa un alejamiento de la confianza tradicional que ha depositado el socialismo en la planeación económica central, pero afronta una serie de complejos problemas que, combinados, resultan funestos para el proyecto socialista de mercado. En primer término surge la dificultad, señalada por el distinguido economista keynesiano J. E. Meade, de que la fragmentación de la economía de empresas manejadas por los trabajadores implica el sacrificio de importantes economías de escala. Más aún, la fusión que tiene lugar en las cooperativas de trabajadores entre la posesión de un empleo y la participación en el capital tiene, como lo demuestra la experiencia yugoslava, la desafortunada consecuencia de generar desempleo entre los trabajadores jóvenes y propiciar que las cooperativas se comporten como unidades familiares en el lento consumo de capital. Si la experiencia sirve en alguna forma de guía, es muy probable que las economías manejadas por los trabajadores se vuelvan aletargadas, deficientes en cuanto a innovaciones tecnológicas y altamente inequitativas en la distribución de las oportunidades de trabajo que generan. Por último, todos los esquemas socialistas de mercado se enfrentan con el problema radical de la asignación de capital. ¿Bajo qué criterios deberán los bancos estatales centrales asignar capital a las diferentes cooperativas de trabajadores? En los sistemas capitalistas de mercado, el suministro de capital a riesgo se reconoce como parte de una función empresarial privada -una actividad creativa no susceptible de formularse a partir de reglas rígidas o improvisadas-. Cuando el suministro de capital se concentra en el Estado, como ocurre en la mayoría de las propuestas socialistas de mercado, si no es que en todas, ¿qué tasa de recuperación deberá fijarse y qué cuentas han de pedirse al banco central de inversiones por concepto de pérdidas? En cualquier forma que resulte realizable, el esquema socialista de mercado está expuesto a la objeción de que la centralización de capital en el gobierno estaría destinada a desatar una competencia política por los recursos, en la que las industrias y empresas establecidas serían las ganadoras y las nuevas empresas, débiles y bajo gran riesgo, las perdedoras. En otras palabras, el socialismo de mercado intensificaría simplemente el nocivo conflicto de la distribución, planteado por los analistas de la Escuela de la Elección Pública en el contexto de las economías mixtas.

Estos defectos de las propuestas socialistas de mercado indican que no hay ninguna alternativa viable para la competencia de mercado en su carácter de entidad asignadora de capital, trabajo y bienes de consumo en una sociedad industrial compleja.[8]

Resulta tan contradictorio hablar de capitalismo de Estado donde no hay renta del capital porque se carece de propiedad privada, como hablar de socialismo de mercado donde la sociedad no administra los ingresos de sus ciudadanos porque no se exige una propiedad colectiva. Estos conceptos que el marxismo inventó para salvarse de sí mismo, terminaron destruyendo su teoría para salvar su historia. Lo paradójico es que terminaron contagiando a sus adversarios de izquierda y derecha, empobreciendo así, respectivamente, sus argumentos contra el estatismo y el socialismo, y, en ambos casos, debilitando sus defensas contra el colectivismo.



[1] Morris Cohen y Ernest Nagel, Introducción a la lógica y al método científico (Vol. I), Madrid: Amorrortu, 2000, p. 218

[2] Cfr., Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona: Paidós, 2002, pp. 285-286

[3] Cfr., Murray N. Rothbard, Historia del pensamiento económico (Vol. II), Madrid: Unión Editorial, 2000, pp. 412-418

[4] Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Democracia y revolución, Barcelona: Paidós, 1999, pp. 227-229

[5] Cfr., Jesús Huerta de Soto, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, Madrid: Unión Editorial, 2005, pp. 87-92

[6] V. I. Lenin, El Estado y La Revolución, Buenos Aires: Siglo Veintidós, 2000, p. 85

[7] Lucas Beltrán, Cristianismo y economía de mercado, Madrid: Unión Editorial, 1986, pp. 129-130

[8] John Gray, Liberalismo, Madrid: Alianza Editorial, 1994, pp. 133-135